1. Crimen

(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia)

 

-Che, parece que tenemos dos despechados- dijo el oficial Ramírez mientras señalaba el cuerpo de Walter Santana que yacía sobre la alfombra de cuero de vaca.

El perito de criminalística que trabajaba sobre el cadáver, asintió con la cabeza.

-¿Y viste la cocina?

-Sí, lindísima, ¿sabés el tuco que te hago ahí, no?- acotó el facultativo quizás motivado por la sangre que se escurría del pecho del occiso.

-¿Le ponés carne al tuco?- preguntó Ramírez mientras se agachaba buscando cierta complicidad y atendiendo a la labor forense. Era su primer asesinato y la ansiedad se entremezclaba con los nervios, la utópica ilusión de resolver el caso esa misma noche y su afición a la gastronomía.

Desde la puerta de entrada asomó una voz ronca, envuelta en el humo de un cigarrillo que jugaba a pender del labio inferior y acompañaba el silabeo con su movimiento.

-¿Ramírez me podés decir qué mierda pasó acá?- La inconfundible voz imperativa de Soria atravesaba el living junto con sus ciento dos kilos de colesterol, cebados con pizza de garrón, que se desplazaban más rápido de lo que la cinemática podría explicar.

El oficial permanecía agachado junto al cuerpo sin vida y así se mantuvo como si el peso de la autoridad o la intimidante anatomía de su jefe lo contuvieran física y verbalmente.

-¡La concha de tu hermana, Ramírez, hablá!

-¡Sí, mi comisario! Le presento a Walter Santana-

Soria saludó al perito con un cabezazo y repreguntó -¿Y el nombre del occiso?-

-Walter Santana, mi comisario-

-Pero ¿vos sos pelotudo? Son las 4 am, me despertó el intendente del barrio desesperado que tenía un problemita, me pidió que mantengamos la reserva y tengo a todo el periodismo en la puerta, entro y encuentro un cadáver en el living…

-¡Son, dos mi Comisario!-, interrumpió el joven oficial. Y después de ponerse de pie, desplegó una libretita espiralada con anotaciones y prosiguió: -Walter Santana, 32 años, vecino del barrio, amante de Luciana Baigorria, 52 años, la dueña de casa que se encuentra descansando arriba.

– ¿Y el otro muerto?, inquirió Soria.

– ¡Luciana Baigorria, mi comisario!

– ¿No me dijiste que descansa arriba?

– Sí, mi Comisario, descansa en paz.

– ¡La puta que te parió, Ramírez! ¡Otra de tus jodas y te meto en el calabozo!

– Perdón, mi Comisario. Ambos con herida de escopeta. Éste en el pecho y la señora en la espalda, aparentemente intentaba escapar porque el marido los agarró infraganti mientras tomaban champagne en pelotas.

– ¿Ah, fue el marido?

– Sí, mi comisario, ya lo interceptó la seguridad del barrio y está en la comisaría declarando.

Las palabras de Ramírez actuaron como un bálsamo en el corpulento comisario. Tener al asesino le facilitaba enormemente su trabajo y le posibilitaba encarar a la prensa con la seguridad del caso resuelto. Soria se relajó. Se sentó el sofá blanco y rojo como si tratara del estampado natural de la tela. Sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo prendió con la parsimonia de quien se dispone a disfrutarlo. Si hubiera estado en la cama, podría pensarse que acababa de echarse un polvo de esos mágicos. La sonrisa le inundaba la cara. Se estiró hasta la mesita ratona y sacó la botella de Pommery de la frapera con la misma esperanza del que espera la última bolilla para completar el cartón de bingo.

-¡Bingo!, expresó al ver que la botella todavía tenía un resto e inmediatamente impartió su última orden: -Ramírez, alcánzame una copa limpia. Es un crimen desperdiciar este champagne-.

Testigos del amor

En memoria de Hugh Hefner

Augusto Calegario Pinto era un gran fornicador. Entiéndase bien, no estoy hablando de amor, una palabra casi desconocida para él, un sentimiento que le era bastante esquivo. Para ser más exacto, debería decir que en la fornicación se agotaba su voluntad, su mundo y su esencia. Y para ser del todo preciso y no faltar ni un ápice a la verdad, debo corregirme y afirmar que era un tipo solitario. Es decir, lo suyo iba más por el lado de la autosatisfacción. Estoy seguro de que no faltará el que ponga cara de asco y hasta se convierta en juez de las acciones y deseos privados. Y digo esto porque Augusto tuvo que convivir con muchos de estos seres pacatos que, imbuidos en vaya a saber qué autoridad episcopal, lo sentenciaron al aislamiento. Paradojas de la vida, porque en esa condición era más feliz que nunca.

Hasta que llegó Elba. Así casi sin querer, porque bien podría haber sido Clemente u Oscar, los otros dos Testigos de Jehová que también andaban timbreando esa mañana por la zona de Flores. Pero no, fue Elba, como si el destino o el mismísimo Jehová así lo hubieran dictaminado, como si se hubieran escuchado los mudos pedidos de clemencia de ese cuerpo gastado, testigo de incontables batallas y “proezas” dignas de un ser, cuando menos, particular.

Fue la mañana de un 3 de noviembre, con esos aires frescos que duran apenas para acompañar el primer termo de mates, cuando se escucharon los timbres del A, B y C en el modesto ph de la calle Bacacay. El A se percibió con fuerza, mientras que los otros apenas fueron ecos en la profundidad del pasillo. La agitación de Augusto al abrir la puerta contrastó con la calma de aquella mujer de mirada ensoñadora y rasgos delicadamente finos que, blandiendo una Biblia, comenzó a invocar a Cristo. Las palabras fluían y una fuerza mística se colaba por el umbral encajando en el rompecabezas de aquella humanidad necesitada de paz. Un bálsamo religioso, femenino e inconscientemente maternal lo acarició profundo, tanto que acordó acercarse al templo en la semana.

A partir de ese día, Augusto Calegario Pinto comenzó a acercarse a Dios y a Elba. O mejor dicho, a Dios para llegar a Elba. Dos veces por semana se hacía presente en el templo y otras tantas se “encontraba” con su profetisa en la soledad de su hogar. Imaginó situaciones, soñó placeres que entendía negados por los dictámenes del texto bíblico y los matizaba con su esfuerzo por convertir en rutina la práctica religiosa a la espera de una oportunidad real. No pasó demasiado para que el contacto físico se presentara como necesario. Y con una energía y desenfado que atribuyó al Señor, se hizo del coraje para insinuarle la idea a la creía su salvadora. Lo atribuyó a un “milagro del Señor”, Elba no dudó, aunque se mostró dubitativa quizás como parte de una estrategia que en este caso resultaba absolutamente innecesaria. Salieron del templo, caminaron las calles de Flores con premura adolescente y como si el fin del mundo se anunciara prontamente, encadenaron cada acción aquella tarde, noche e incluso hasta la mañana siguiente. El cuerpo entrenado de Augusto, acostumbrado a monólogos cortos, extensos, de todo tipo, fue hilvanando los placeres de aquella fémina que respondía con idéntica fiereza.

El amanecer los sorprendió abrazados, si es que en algún momento dejaron de estarlo. Sin mediar demasiadas palabras, apenas unas sonrisas extasiadas y un beso que aún perdura en la memoria, Elba tomó sus cosas y se marchó. Pero no sólo de aquel ph, sino del templo, del barrio y hasta muy posiblemente de la faz de la Tierra. Augusto la buscó y aún hoy suele hacer un alto en sus prácticas onanistas para frecuentar nuevos templos a la espera de encontrarla. Y aún hoy corre presuroso a la puerta cada vez que suenan el A, B y C de la calle Bacacay al 2300.

Muñeca

Tiró la muñeca con cierto desdén, como quién intenta olvidar lo sucedido y dar vuelta una página. No tenían una relación de mucho tiempo, apenas unos años compartidos entre juegos y sueño. Pero suficientes para generar un vínculo, un cariño, una necesidad. Es cierto que no era la primera vez que por alguna razón, esa conexión especial se rompía y la distancia se hacía eco entre ambos. A veces la ruptura duraba apenas unas horas; otras se prolongaba durante días y hasta semanas, como si no fuera posible esa reconciliación que se terminaba dando de manera natural y hasta necesaria. Pero esta vez había un dejo de despecho en el aire, una desilusión imposible de soslayar. Ahí tirada sobre la cama, incapaz de articular palabra alguna, la muñeca se desvanecía en intenciones truncas con esa mirada estática y sin emoción. Bastaba observarla unos segundos para predecir el final.
No había historia juntos que pudiera remediar aquella situación. Ya no. Volvió a la habitación y tomó la muñeca entre sus manos. La acarició y con cierta nostalgia nublada por lágrimas que no pedían permiso, la observó queriendo decirle todo lo que no había dicho hasta entonces. Hizo caso omiso a la razón y dejó que las palabras fluyeran: que la quería con el alma; que lamentaba todo
pero que ya estaba grande para muñecas; que en ese estado deplorable ya no había razones para prolongar algo que debía haber hecho hace tiempo. Y así, en cierta forma, se iba justificando y elaborando el duelo necesario para superar el mal trance. Había un dejo de culpa en sus frases, pero era reprimida con la misma contundencia que otras veces.
Esa ceremonia de despedida no duró mucho, de ahí a meterla en una bolsa de basura habrán pasado escasos minutos. Y de eso a estar googleando y buscando una nueva muñeca inflable, nada.

Es hora

Cuando la muerte golpeó mi puerta, le dije “No estoy listo”. Con aire simplón y cierta condescendencia expresó “Negro, decime algo que yo no sepa”.
Aquella mañana de octubre me desperté enérgico, lleno de vida, como hacía tiempo no sucedía. Puse la pava sobre el fuego de la cocina y me dirigí hacia el baño. La ducha parecía estar a la temperatura justa: ni muy caliente ni demasiado tibia, en el punto exacto de la gratificación. Sin saberlo, la disfruté como si fuera la última. Después me sequé y un impulso ajeno a mi existencia, me hizo dibujar un “smile” en el espejo. Estaba de particular buen humor, animado quizás por el encuentro pactado para más tarde con una mujer que había conocido a través de las redes sociales y con la que venía mensajeándome primero con timidez, después con ternura y finalmente con pasión arrebatada, hablando en términos de temperatura. Hacía tiempo que estaba solo, pero los aires estaban cambiando. Después de varios meses sin trabajo, arranqué un proyecto propio que empezaba a caminar; una serie de problemas familiares
que me aquejaban se esfumaron con la misma velocidad con que se habían enquistado. El futuro por fin tenía aspecto de futuro y no sólo de pesadumbre y derrota inevitable. La vida me empezaba a sonreír nuevamente, como ese simple “smile” que ahora transpiraba y se desdibujaba por razones meramente físicas, ajenas al concepto de presagio. Hasta mi gato parecía evidenciar un cambio que yo atribuí a la renovación energética, pero que más tarde entendería como resultado de su mayor conexión con la naturaleza. Mi mascota se despedía presintiendo quién estaba al otro lado de la puerta; yo tuve que abrirla para entender de qué se trataba.
“¿Justo ahora que la cosa mejora?”, le pregunté a la parca. “Así es la vida”, fue todo lo que obtuve por respuesta