¿Feliz? día de los enamorados!

¿Querés que te diga la posta? Y yo no sé si quiero volver a enamorarme. Mirá, ya sufrí mucho por amor. Si tenés algo de tiempo, te cuento.

De chiquito, nomás, me enamoré de mi maestra (¡espero que no lo lea porque me muero! Les pido discreción). Por supuesto, como era de esperar, no fui correspondido más que con “muy bienes” y unos cuantos “sigue así” que yo no sabía si se referían a que siga embobado o a otra cosa.

A partir de ahí, fui hilvanando sinsabores amorosos. Y no me vengan con eso de mala suerte en el amor, buena suerte en el juego porque ¡son puras habladurías! Me das vuelta y no se me cae una moneda.

Como decía, después de aquel amor de guardapolvo blanco, vino mi compañerita de séptimo, esa que me buscaba y yo, por vergüenza, no le di bola. Ahora que lo pienso tal vez si me hubiera animado, cambiaba el rumbo de mi vida a nivel amoroso, ¿no?

En el secundario me enamoré en serio y ella también. Pero de otro. Yo adentro del aula remaba más que Alberto Demiddi. Dale que te dale haciendo chistes, prestando útiles y la tarea; pero, claro, cuando tocaban timbre venía el flaco de quinto (dos años más grande) con su motor fuera de borda y me dejaba como DiCaprio, agarrado de una tablita y tiritando.

Después me tocó al colimba. Los milicos me hicieron amar por igual el barro y la limpieza. Por un lado me tenían meta cuerpo a tierra y por el otro, barriendo y fregando. Nunca entendí mucho este contrasentido, pero yo obedecía. En algún punto, las noches sin dormir en la garita, se parecían a las que me desvelaba pensando en algún amor no correspondido.

Cuando me largaron (sí, de la colimba te largaban), yo estaba hecho una furia, con la testosterona en ebullición. Digamos que en esa etapa no puedo hablar de amor precisamente. Era todo palo y a la bolsa. ¡Había que recuperar un poco el tiempo perdido!

Después, entré a la facultad. Y sí ligué, ¡era arquitectura! Que juntarnos para estudiar, para hacer alguna entrega en grupo. Y ahí había dos que me quitaban el sueño. No, dos mujeres no. Uno era el titular de la cátedra “Cálculo”; mamita, no se ni cuántas veces la rendí. La otra sí era una chica. Rubia, con el pelo lacio y largo diez centímetros por debajo de los hombros. ¿Se acuerdan de Bo Derek? Sí, ya sé que estoy un poco pasado ya y podría haber puesto un ejemplo más actual, pero esta chica era Bo Derek, con el pelo, los ojos celestes y ese cuerpo que infartaba. Era “la chica 10”. Y yo, Dudley Moore. Sí, amigos, no salí muy agraciado. Y por supuesto, corrí al misma suerte que el protagonista de la película.

Así seguí unos años, casi les diría saliendo más con lo que podía que con lo que quería. Hasta que conocí a Paula. Sí, y me casé recontra enamorado. Primero nos mudamos juntos, vivimos en un departamentito chiquito un par de años, viajamos un poco. Y después llegó el perro (Roco), Camila (mi hija más grande), Federico (el del medio), Paulita (la más chiquita) y el divorcio. Y el reparto de bienes. Ah, no sé si les dije, pero Paula es abogada. ¡Y muy buena! ¡Demasiado!

Se imaginarán que después de eso quedé medio curado de espanto. Ahora le doy al tinder y happn sin parar. El amor después del amor es solo cosa de Fito Paez. Yo, la verdad qué querés que te diga… Si hasta el club de mis amores me dejó con sinsabor enorme con el 1-3 en el Bernabeu. A ver pará, pará. Pará que tengo un match. Uy, pero qué linda. No, no te puedo creer, ¡mirá lo que es esta mujer! ¡Me encantó! Y a sólo 3 kilómetros. Me enamoré.

 

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Testigos del amor

En memoria de Hugh Hefner

Augusto Calegario Pinto era un gran fornicador. Entiéndase bien, no estoy hablando de amor, una palabra casi desconocida para él, un sentimiento que le era bastante esquivo. Para ser más exacto, debería decir que en la fornicación se agotaba su voluntad, su mundo y su esencia. Y para ser del todo preciso y no faltar ni un ápice a la verdad, debo corregirme y afirmar que era un tipo solitario. Es decir, lo suyo iba más por el lado de la autosatisfacción. Estoy seguro de que no faltará el que ponga cara de asco y hasta se convierta en juez de las acciones y deseos privados. Y digo esto porque Augusto tuvo que convivir con muchos de estos seres pacatos que, imbuidos en vaya a saber qué autoridad episcopal, lo sentenciaron al aislamiento. Paradojas de la vida, porque en esa condición era más feliz que nunca.

Hasta que llegó Elba. Así casi sin querer, porque bien podría haber sido Clemente u Oscar, los otros dos Testigos de Jehová que también andaban timbreando esa mañana por la zona de Flores. Pero no, fue Elba, como si el destino o el mismísimo Jehová así lo hubieran dictaminado, como si se hubieran escuchado los mudos pedidos de clemencia de ese cuerpo gastado, testigo de incontables batallas y “proezas” dignas de un ser, cuando menos, particular.

Fue la mañana de un 3 de noviembre, con esos aires frescos que duran apenas para acompañar el primer termo de mates, cuando se escucharon los timbres del A, B y C en el modesto ph de la calle Bacacay. El A se percibió con fuerza, mientras que los otros apenas fueron ecos en la profundidad del pasillo. La agitación de Augusto al abrir la puerta contrastó con la calma de aquella mujer de mirada ensoñadora y rasgos delicadamente finos que, blandiendo una Biblia, comenzó a invocar a Cristo. Las palabras fluían y una fuerza mística se colaba por el umbral encajando en el rompecabezas de aquella humanidad necesitada de paz. Un bálsamo religioso, femenino e inconscientemente maternal lo acarició profundo, tanto que acordó acercarse al templo en la semana.

A partir de ese día, Augusto Calegario Pinto comenzó a acercarse a Dios y a Elba. O mejor dicho, a Dios para llegar a Elba. Dos veces por semana se hacía presente en el templo y otras tantas se “encontraba” con su profetisa en la soledad de su hogar. Imaginó situaciones, soñó placeres que entendía negados por los dictámenes del texto bíblico y los matizaba con su esfuerzo por convertir en rutina la práctica religiosa a la espera de una oportunidad real. No pasó demasiado para que el contacto físico se presentara como necesario. Y con una energía y desenfado que atribuyó al Señor, se hizo del coraje para insinuarle la idea a la creía su salvadora. Lo atribuyó a un “milagro del Señor”, Elba no dudó, aunque se mostró dubitativa quizás como parte de una estrategia que en este caso resultaba absolutamente innecesaria. Salieron del templo, caminaron las calles de Flores con premura adolescente y como si el fin del mundo se anunciara prontamente, encadenaron cada acción aquella tarde, noche e incluso hasta la mañana siguiente. El cuerpo entrenado de Augusto, acostumbrado a monólogos cortos, extensos, de todo tipo, fue hilvanando los placeres de aquella fémina que respondía con idéntica fiereza.

El amanecer los sorprendió abrazados, si es que en algún momento dejaron de estarlo. Sin mediar demasiadas palabras, apenas unas sonrisas extasiadas y un beso que aún perdura en la memoria, Elba tomó sus cosas y se marchó. Pero no sólo de aquel ph, sino del templo, del barrio y hasta muy posiblemente de la faz de la Tierra. Augusto la buscó y aún hoy suele hacer un alto en sus prácticas onanistas para frecuentar nuevos templos a la espera de encontrarla. Y aún hoy corre presuroso a la puerta cada vez que suenan el A, B y C de la calle Bacacay al 2300.