India: de amor, pasión y muerte.

La India sorprende, moviliza, inspira. Un recorrido por tres ciudades emblemáticas y sus tradiciones y costumbres, nos acerca a un país realmente fascinante.

Por Esteban Goldammer / @gauchods

Veinticuatro horas después de dejar Nueva Delhi, aterricé en Buenos Aires con la certeza de haber vivido una experiencia única en mi vida. Toda la expectativa de los días previos al viaje se vio ampliamente superada con una buena dosis de realismo y por qué no, surrealismo. Mi mente occidental, aún preparada con ciertos conocimientos de la cultura hindú, se encontró naufragando en las aguas del Ganges, por decirlo de alguna manera. Es que el abismo cobra sentido cuando uno se adentra en las religiones, creencias, costumbres, tradiciones, idiomas, ceremonias, arte, valores y forma de vida de la India y su gente.
Primero que nada creo que es preciso destacar que uno debe abrir su cabeza para recibir el vendaval de información que proporciona el subcontinente indio. Con el término vendaval no me refiero a cantidad (también es mucha) sino a la calidad y características de la misma. Uno debe entregarse al paisaje y disfrutarlo, casi como un niño que comienza a descubrir el mundo. Las imágenes tal vez no sean siempre las que soñemos o queramos ver, pero sin dudas garantizan una experiencia distinta y sumamente enriquecedora e invaluable.
Si bien mi puerta de entrada a India fue Nueva Delhi, quedará para otra oportunidad la descripción de esta ciudad capital con 30% de espacios verdes y 25 millones de habitantes (la segunda más poblada del mundo). Vale aclarar que la población total de la India supera hoy los 1.200 millones y debo confesar que, si bien el país es grande, en ciertas situaciones parecen notarse, como en el caso del tráfico. Circular por las calles en la India es, seguro, la primer sorpresa que depara este país. Autos, buses, motos (muchas, pero muchas en serio), carretas arrastradas por animales, carretillas de mano cargadas sobremanera y manejadas y empujadas por hasta tres personas, bicicletas, cycle rickshaw (bicicletas para dos y tres pasajeros) y tuc tuc (clásicas mototaxis), conviven con peatones y vacas en lo que Daniel Moynihan (ex embajador americano en India) describiera hace años como una “anarquía funcional”. Una linda manera de denominar a este caos organizado que por momentos resulta hasta simpático y que, para sorpresa occidental, carece en gran parte de semáforos y no concluye en riñas masivas y generalizadas de conductores. El consejo: mirar hacia ambos lados de la calle y cruzar rápido.

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Amor en Agra
Después de recorrer otras ciudades de India, podría decir que Agra tiene una fisonomía distinta, más espaciosa y hasta más limpia. Debo aclarar que mi visita coincidió con la de los duques de Cambridge, por lo que eso puede explicar las razones de la pulcritud a mi llegada. Por lo demás, la visual se repite: mucha gente en las calles; saris (vestidos típicos de las mujeres) que cautivan con su colorido y dejan parte del abdomen al descubierto, contraponiéndose al negro absoluto de las burcas que lucen algunas de las musulmanas y que también forman parte del paisaje (India es el tercer país del mundo en cantidad de musulmanes después de Indonesia y Pakistán). Ah, y claro, insistentes vendedores (básicamente en monumentos y mercados) que persiguen al turista y pueden hacer que algo que cuesta 500 rupias pase a 400, 300, 200 y hasta 100 en una pequeña fracción de tiempo (es importante saber que en este país el regateo no sólo es una posibilidad, sino una exigencia).
La ciudad de Agra, en el estado de Utar Pradesh, fue capital del Imperio Mogol entre los siglos XVI y XVIII y ostenta una de las “Siete maravillas del mundo”: el Taj Mahal. Este mausoleo del siglo XVII, a orillas del río Yamuna, cautiva tanto por su fascinante arquitectura como por la historia de amor que motivó su construcción. Hacia allí me dirigí temprano, dado que la visita de los príncipes Guillermo y Catherine preanunciaba el cierre al público del mal llamado palacio.
El príncipe Khurram tenía 16 años cuando se topó con Arjuman Bano Begum, conocida más tarde como Mumtaz Mahal (La elegida del Palacio), en el Meena Bazzar, un mercado semanal que tenía lugar los viernes. La historia dice que inmediatamente quedó perdidamente enamorado de su belleza y años más tarde se casaron. Después de felices años de matrimonio, Mumtaz, quien fuera la tercera esposa y favorita del príncipe, falleció en Burhanpur durante una campaña de su marido, por entonces el emperador Shah Jahan, al dar a luz a su catorceavo hijo. En su lecho de muerte le hizo prometer al majaraha que no tendría hijos con otra mujer y que construiría una tumba hermosa que le recordara a las generaciones futuras su historia de amor.
Se dice que el emperador entró en una gran depresión y lloró profundamente la muerte de su amada, pero cumplió su promesa. Después de 22 años, más de 20.000 trabajadores y 15.000 elefantes que transportaron los pesados bloques de mármol blanco desde las minas de Makrana (a 325 km de distancia), concluyeron esta fantástica obra que es la máxima expresión de la arquitectura musulmana e islámica.
El edificio sorprende por los jardines y el agua que lo anteceden (asociados al paraíso por el Islam) y por su perfecta simetría, únicamente rota por la tumba de Shah Jahan, colocada junto a la de su amada esposa. El plan original del emperador era realizar otro Taj Mahal negro al otro lado del río Jamuna y unir ambos edificios con dos puentes (uno blanco y uno negro), pero su hijo Aurangzeb formó una rebelión y tras derrocarlo y declararse emperador, lo mantuvo prisionero en el palacio de Agra durante 8 años, hasta que una mañana fue encontrado muerto mirando, como no podía ser de otra manera, hacia el Taj Mahal.
El mausoleo está emplazado sobre una basamento de algo menos de 7 metros de altura y 100 m2 de superficie. La cúpula exterior del edificio octogonal mide unos 60 m de altura, al igual que los cuatro minaretes que lo enmarcan.
Dos edificios casi idénticos flanquean el mausoleo: la Mezquita (al oeste) y el Mihman Khana o salón de actos (al este).
Un acercamiento al edificio principal permite apreciar las incrustaciones de mármol negro (inscripciones en árabe) y piedras semipreciosas, así como el trabajo de tallado del mármol.

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Camino a Khajuraho
Un viaje en tren hacia Jhansi y luego traslado hasta la ciudad medieval de Orchha, que se distingue por sus templos, palacios y cenotafios, para luego emprender camino hacia Khajuraho, fue la continuación de mi recorrido por este magnífico país. Tal vez y sin ánimo de demorarme en la descripción del destino final, debo detenerme en algunos aspectos del trayecto mencionado.
El tren en India es toda una experiencia en si misma. La espera en una estación plagada de gente, mujeres y niños sentados en el piso, hombres relajadamente acuclillados (lo intenté, pero mis articulaciones y músculos no me lo permitieron), una vaca en plena vía empujada al compás de la bocina de la locomotora que intenta seguir su camino, el altoparlante escupiendo frases en un incomprensible indi y en un más ameno inglés (la segunda lengua del país), son sólo algunas de las tantas pinceladas que le dan color a este ambiente que si no fuera por eso, tendría un aspecto apagado.
La llegada del tren me sacó del letargo y me acercó una imagen que al parecer se repite en muchos países (incluso el nuestro): la gente pugna por subir a un convoy que llega atestado. Llamaron mi atención unos vagones con compartimentos con asientos inferiores y, por encima de estos, dos pisos de cuchetas que ofician también de asientos o camas. Obviamente, estos vagones conviven con otros de categoría superior y servicio. Es ahí donde más claramente pude ver la diferencia social de la gente, porque en la calle no me resultó tan visible. Por supuesto, la clase alta se evidencia notablemente, de hecho el viaje me regaló la posibilidad de observar una procesión de casamiento con elefante, camellos, banda, fuegos artificiales y demás, típicas de alguien con gran poder adquisitivo. Vale aclarar que los casamientos en India son arreglados, es decir que son el resultado del acuerdo entre familias y que si bien la dote está prohibida, aún hoy se sigue pagando.

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La ruta, por su parte, muestra la vastedad del interior indio. Kilómetros de paisaje árido, apenas interrumpido por asentamientos al costado de la ruta, donde llaman la atención (por lo menos la mía) las bombas de agua dispuestas cada tantos metros por el gobierno para proveer agua potable a la población y los consiguientes cuencos, bidones y vasijas sobre las cabezas de mujeres, en manos de hombres o transportados sobre motos. Más allá de eso se descubre una vida apacible de pueblo, gente trabajando o sentada en grupos sobre el suelo al reparo del sol y las altas temperaturas, que aún en primavera se hacen sentir. Las mujeres, como siempre, le aportan belleza y color a la postal con sus estupendos saris.

Pasión en Khajuraho
A pesar de ser un pequeño pueblo del estado de Madhya Pradesh, en el centro de la India, con apenas unas calles alfaltadas y 20 mil habitantes, Khajuraho cuenta no sólo con aeropuerto y hoteles de cadenas internacionales, sino con fama mundial debido a sus templos, declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1986.
Los templos de Khajuraho fueron construidos durante el período de máximo esplendor de la dinastía Chandela, entre los años 950 y 1050. Originalmente, eran 85, pero en la actualidad hay sólo 22 en pie y conservados.
Debo reconocer que me sorprendió el estado de los mismos y del predio que los contiene, ya que es común en India ver palacios y monumentos faltos de cuidado o control.
En el complejo principal, observamos dos grupos de templos: hinduistas al oeste y jainistas al este (el jainismo es una rama del hinduismo que entre otras cosas cree en la no violencia). Los templos se construían para celebrar las victorias y ofrendar a alguno de los dioses que componen la trilogía hindú: Brahma (creador), Vishnu (preservador) y Shiva (destructor).
Los monumentos están construidos con piedra arenisca y cada bloque fue cincelado magistralmente antes de ser montado. Las esculturas exteriores que decoran los mismos remiten a escenas de la vida de aquel entonces e incluyen todo lo que la mente de sus creadores podía imaginar: paradas militares y procesiones religiosas, dioses y héroes épicos, actividades cotidianas, cacerías, danzas, ninfas celestiales, animales reales y mitológicos y por supuesto, erotismo y sexo con escenas de homosexualismo y zoofilia incluidas. Todo esto por fuera del monumento, porque en el interior sólo encontraremos la figura del dios o diosa al que está dedicado al templo, al igual que en el cuerpo humano (por fuera materialismo, por dentro el alma).
Dicen que la arquitectura tiene influencia tántrica. El tantrismo supone que lo que está “molestando” en la cabeza hay que hacerlo para ofrecerse a dios en estado puro. De hecho, estos templos son conocidos como los templos tántricos o del Kamasutra, por lo que es habitual encontrar a los vendedores fuera del predio persiguiendo turistas y ofreciendo, entre otros productos, versiones del famoso libro.
Es recomendable tomarse el tiempo necesario para recorrer el complejo y observar las figuras con detenimiento y desde distinto ángulo, ya que tienen innumerables detalles y el juego de luces y sombras parece dotar de vida a las magníficas esculturas. Por supuesto, habrá que estar bien provisto de agua si se lo hace a las tres de la tarde y con una sensación térmica por encima de los 40ºC como la que me ofreció a mi la recién comenzada la primavera india.
Los templos más importantes son el de Lakshama, en honor al rey que le da el nombre, dedicado a Vishnu; el de Kandariya Mahadev es el más impresionante por su grandeza, construido sobre una plataforma de tres metros y con una torre de 31 metros de altura; y Visvanatha contiene las mejores estatuas del conjunto, como la del dios Brahma.

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Arribando a Varanasi
Algo más de un par de horas de avión fue lo que me demandó llegar hasta Varanasi. El vuelo me sirvió también para apreciar un poco el desenvolvimiento familiar de un grupo de unos 15 integrantes que se movían al compás de lo que indicaba la autoridad paterna que, por momentos, incluso hasta se comportaba como si fuera el dueño de la aerolínea.
La ciudad me recibió, para variar, con un calor sofocante. Familias enteras esperaban abarrotados debajo de sombras de pequeños árboles ante el impedimento de ingresar al aeropuerto. ¿El motivo? La seguridad. Luego del atentado del 2013, los controles se han hecho exhaustivos en India, tanto es así que al ingreso de cada hotel uno debe pasar su mochila o cartera por un scanner y someterse al palpado o scanner de mano de un oficial de seguridad.
La aparente calma de pueblo del interior, a pesar de ser una ciudad de 4 millones de habitantes, llamó mi atención. Sin embargo, los bocinazos, autos, motos, tuc tucs, bicicletas y peatones, rápidamente me devolvieron a la realidad india. Ah, y por supuesto, vacas! Realmente, no tengo el censo de estos animales, pero en Varanasi su población parece haberse multiplicado. Se las ve echadas, comiendo entre la basura, paradas en medio de la calle. Recordemos que en este país las vacas son sagradas y por supuesto, están fuera de toda dieta (excepto para la población musulmana o cristiana). Por supuesto, la variedad de sabores de la comida india no hace extrañar en lo más mínimo la carne vacuna, aunque en más de una oportunidad el picante, que es parte de prácticamente todos sus platos, me hizo anhelar todo aquello que mi estómago ya reconoce como propio. En más de una oportunidad el “no spice”, dejaba mi boca sin aliento. Sin embargo, también por momentos me obligué a comer picante cautivado por aromas y sabores únicos y nuevos para mi.
La comida en la calle merece un párrafo aparte. Si bien es sumamente tentadora la propuesta, no es lo aconsejable salvo que se trate de alimentos frescos o recién preparados en entornos limpios, cosa que en la vía pública es difícil de obtener. El agua es otro detalle a considerar: sólo se puede consumir agua mineral y se aconseja incluso lavarse los dientes con esta agua. Debo reconocer que respecto a estos preceptos que recibe todo viajero antes de arribar a India, me mantuve firme hasta promediar el viaje, cuando bebí tragos con hielo, comí verdura y fruta cruda en hoteles (me habían aconsejado que no lo haga) y hasta tomé “chai” (té) en la calle. Afortunadamente, el Dehli belly (como se conoce al malestar estomacal típico de quien visita la India) no me afectó.

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Muerte en Varanasi
Antes que nada, hay que aclarar que la muerte tiene otro significado para el hinduismo respecto del resto de las religiones. La creencia en la reencarnación y la vuelta a la vida en otra forma, le quita dramatismo a la cuestión.
Varanasi se encuentra a orillas del Ganges, famoso por tratarse de un río sagrado para los hindúes y ser el epicentro de dos ceremonias que bien valen la pena presenciarse.
Llegué cuando la noche comenzaba a caer, luego de un trayecto en cycle rickshaw para no demorar caminando entre multitudes y el caos vehicular. A medida que llegaba al ghat (escalera a orillas del río) y a la embarcación desde donde observaría minutos después la ceremonia, el contacto con vendedores, monjes, discapacitados pidiendo limosna, hombres, mujeres, niños, perros, vacas, monos, se hizo palpable y auguraba una noche como ninguna otra.
El Aarti es el ritual que se realiza en honor a la diosa Ganga y el Ganges. Siete Brahmanes o sacerdotes se ubican en un escenario montado debajo de coloridos paraguas de luces. Allí durante casi una hora llevan adelante una ceremonia que incluye mantras, lámparas con aceite de alcanfor y sonidos de campanas y tambores. Así como en el ghat, en el río se suman más y más embarcaciones para apreciar un evento de características únicas.
Tras dejar, al igual que muchos de los presentes, mi arreglo de flores y vela encendida flotando junto a los deseos para mis difuntos en este río místico, emprendimos la navegación hacia el ghat de cremación. Sí, apenas unos metros más allá, el fuego arde en las pilas crematorias y los cuerpos ya sin vida se suceden para ser primero purificados en las aguas del Ganjes y luego incinerados en este lugar sagrado. Esta tradición es tan vieja como la misma Varanasi que, según dicen, es la ciudad más antigua del mundo (fundada por el dios Shiva hace más de 4.000 años).
Los actos de cremación tienen un significado especial para la cultura hindú, porque aseguran al alma su liberación del ciclo de nacimiento y renacimiento. Observo en silencio desde el bote mientras tres cuerpos arden (se utilizan unos 300 kilos de madera y tardan unas 3 horas en convertirse en cenizas) y otros tantos esperan sobre las escalinatas. Mi silencio responde a la magnitud del espectáculo y al respeto, pero se hace eco con el de los participantes del rito, dado que expresar dolor o pena puede perturbar la transmigración del alma. Por esta razón y por su mayor sensibilidad, las mujeres no presencian el acto de cremación. Las cenizas serán arrojadas más tarde a las aguas del Ganjes, algo que se hace no sólo aquí en Varanasi, sino a lo largo de todo el cauce del río.
A la mañana siguiente, más temprano, otra vez me encontraba embarcado en el río, pero esta vez para apreciar otra de las ceremonias que entregan estas aguas y este magnífico pueblo. Desde temprano y con el marco del sol saliendo sobre la otra costa, los indios van llegando al Ganges para lavar sus pecados en estas aguas puras, que como todos sabemos están súper contaminadas. El espectáculo es tan colorido y magnífico como toda la India: hombres y mujeres, niños y ancianos, se entregan a Maa Ganga (la diosa Ganga) en un acto simple y festivo. Algunos nadan, los niños juegan. Más allá otros lavan sus ropas, incluso las sábanas de algún hotel de Varanasi. El momento es mágico y en cierto sentido llego a creer que realmente se purifican, al menos eso me transmite su cara de felicidad. Una felicidad que tiene todo el pueblo indio a pesar de sus consabidas dificultades y carencias. Se hace evidente, tal vez la cosa pasa por otro lado.

Agradecimiento: www.terraignotatours.com

Es hora

Cuando la muerte golpeó mi puerta, le dije “No estoy listo”. Con aire simplón y cierta condescendencia expresó “Negro, decime algo que yo no sepa”.
Aquella mañana de octubre me desperté enérgico, lleno de vida, como hacía tiempo no sucedía. Puse la pava sobre el fuego de la cocina y me dirigí hacia el baño. La ducha parecía estar a la temperatura justa: ni muy caliente ni demasiado tibia, en el punto exacto de la gratificación. Sin saberlo, la disfruté como si fuera la última. Después me sequé y un impulso ajeno a mi existencia, me hizo dibujar un “smile” en el espejo. Estaba de particular buen humor, animado quizás por el encuentro pactado para más tarde con una mujer que había conocido a través de las redes sociales y con la que venía mensajeándome primero con timidez, después con ternura y finalmente con pasión arrebatada, hablando en términos de temperatura. Hacía tiempo que estaba solo, pero los aires estaban cambiando. Después de varios meses sin trabajo, arranqué un proyecto propio que empezaba a caminar; una serie de problemas familiares
que me aquejaban se esfumaron con la misma velocidad con que se habían enquistado. El futuro por fin tenía aspecto de futuro y no sólo de pesadumbre y derrota inevitable. La vida me empezaba a sonreír nuevamente, como ese simple “smile” que ahora transpiraba y se desdibujaba por razones meramente físicas, ajenas al concepto de presagio. Hasta mi gato parecía evidenciar un cambio que yo atribuí a la renovación energética, pero que más tarde entendería como resultado de su mayor conexión con la naturaleza. Mi mascota se despedía presintiendo quién estaba al otro lado de la puerta; yo tuve que abrirla para entender de qué se trataba.
“¿Justo ahora que la cosa mejora?”, le pregunté a la parca. “Así es la vida”, fue todo lo que obtuve por respuesta

Andén

Se sentó a esperar en el banco de siempre. Allí, junto al andén. Aquél mismo andén que la vio suspirar, ilusionarse, reír con ganas, llorar con desazón, furiosa, perdida, triste, bella y hasta ausente. Sí, a veces no iba; pero en casi treinta años alcanzaban los dedos de la mano para contar las veces que no esperó a Ricardo a su regreso del trabajo.

Primero lo hizo sola, con juventud y desparpajo exultantes. Se peinaba durante horas, cepillando esa larga cabellera morena que acariciaba la cintura, para después salir y caminar directo hacia la estación. Era una rutina que, con el tiempo, aprendió a condimentar para quitarle monotonía. Cuando Ricardo descendía del tren, ahí estaba ella, parada, esperando con una sonrisa y los millones de preguntas, pareceres y sentires clásicos de la corta edad.

Los trenes iban y venían cargados de emociones, de relatos, de años. Pero lejos de menguar con el correr de los días, la pasión parecía alimentarse con el carbón de las tolvas que acompañaban a los vagones de pasajeros. Así el casamiento plagado de emociones y festejos fue apenas una prueba más de aquél amor que crecía con fuerza primaveral ininterrumpidamente y sin importar la temporada.

La llegada del pequeño Hugo, el primogénito que sería sucedido por Alberto, Elena, Susana y Tomasito, fue apenas una consecuencia lógica en aquellos tiempos de felicidad absoluta. Uno a uno, los niños se fueron sumando a la espera en el andén y a la postal diaria de aquel paraje inhóspito que sólo el tren sacaba del letargo absoluto. Cada parto significó una ausencia sucedida de dicha y regocijo. Y cada tarde, sin importar el clima ni el estado de ánimo, una alabanza a la familia.

Se sentó a esperar en el banco de siempre. Allí, junto al andén. Aquél mismo que vio partir a sus cinco hijos que hoy no son más que un llamado telefónico o una visita esporádica. Se sentó allí, en el mismo banco de siempre, aunque el tren hace años que no llega al pueblo. Y aunque Ricardo sea tan sólo el recuerdo de una vida hermosa.