La maravillosa ciudad del sur de Nueva Zelanda cautiva con la belleza de sus paisajes de montaña y una increíble diversidad de actividades en las que la tranquilidad y la adrenalina conviven en perfecta armonía.
Jamás pensé que el Paraíso se encontraba a 1:50 hora de avión. Claro, partiendo desde Auckland, porque desde Buenos Aires habría que sumarle unas 13 horas ( lo que tarda el vuelo directo de Air New Zealand). Y por supuesto, considerando que este lugar “divino” se caracterice por estar rodeado de cadenas montañosas y lagos de un azul turquesa tan profundo y cautivante que invita a disfrutarlos de incontables maneras a lo largo de cualquier estadía. Continuar leyendo “Queenstown (Nueva Zelanda), para no aburrirse nunca”
El taxi nos dejó en la intersección de la calle Don Anselmo Aieta, ahí frente a la Plaza Dorrego. El tango parecía inundar el aire del lugar; si hasta creímos escuchar el bandoneón del ilustre músico y compositor acompañando nuestros pasos. La historia del barrio se hacía presente y nosotros empezábamos a escribir la nuestra, más simple y concreta: la de una velada singular. Continuar leyendo “Acacia Wine & Bar”
Nota: Policialmente INcorrecto no necesariamente sigue un orden para entender el relato, pero sí para conocer a los personajes y seguir la historia, por lo que sugerimos leer los capítulos previos.
(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia).
Soria le hizo señas al Negro, que se acercó y escuchó un secreto al oído con atención. Asintió, tomó sus cosas y salió presuroso. A Ramírez le dio bronca quedar afuera. No sabía bien afuera de qué, pero por dentro lo carcomía una sensación parecida al hambre, porque no lo dejaba pensar con claridad.
La miró a Anita que no paraba de retocarse las uñas. Ya se había limado, aplicó una capa de esmalta y soplaba a la espera de la segunda. Era evidente que Soria la había atendido, porque esa mañana eligió el rojo. Ramírez se puso contento porque al menos ya podía decodificar algunas cosas del día a día de la comisaría, como el color del esmalte de Anita. “Rojo es un buen día; cuando es negro, agarrate”, se decía a sí mismo.
Soria estaba ensimismado. Después de despachar al Negro, se había quedado tildado un buen rato en la puerta de su oficina. Era como si estuviera y no estuviera. Parecía ausente. A veces le pasaba. A Ramírez le gustaba pensar que era la grasa que le tapa alguna venita y no le llegaba bien la sangre. Casualmente, Soria pensaba lo mismo de Ramírez, aunque él lo exteriorizaba con un “¿Vos estás seguro de que te llega bien el agua al tanque, no?”.
-Ramírez, Rafa, vengan- ordenó cuando volvió en sí.
Ambos policías se acercaron ya sabiendo lo que iban a escuchar. Rafa miró con bronca al joven oficial, que sintió los ojos clavados en la cien, pero apenas lo relojeó y se hizo el desentendido.
-No les voy a decir que lo del viejo Baigorria fue un papelón y que espero que lo resuelvan pronto, porque ya lo saben. Ahora tengo un problemita más urgente: estamos cortos de arrestos, muchachos. Así que salen y me traen lo que sea.- Soria hizo una pausa para prender el último pucho del atado y darle una buena pitada. Las palabras ahumadas continuaron saliendo de su boca: -Ya saben que si no cumplimos, el intendente me tira de las bolas a mí; y si él me las tira a mí, yo se las tiro a ustedes… ¡pero con más fuerza!-, culminó mientras hacía un bollito con el paquete de cigarros y lo estrujaba con una sola mano.
El oficial Ramírez sintió que se le comprimía el escroto y enfiló rápido para la calle sin esperar siquiera a Rafa. Pensó en ir a la placita frente a la estación de tren, ahí donde se juntaban los pibes a fumar porro. Sin demasiadas complicaciones, arrearía una bandita fácilmente manejable y metería unos siete u ocho arrestos “de una”. Maldijo a la fortuna cuando llegó y vio el panorama desolador del lugar. ¡Si hasta parecía que por allí no pasaba más el tren! Es cierto que cada vez pasaba menos, pero aún lo hacía. Claro que, justamente, por esa poca frecuencia y poco tránsito de gente es que los pibes elegían esa zona para juntarse y matar las horas. No había nadie, apenas un perro medio sarnoso rastrillando la zona en busca de algún bocado.
Ramírez volvió sobre sus pasos aguzando su olfato investigador. Llegó a la zona de comercios y caminó lentamente pasando por el frente de la panadería, la ferretería cuyo dueño merecía estar tras las rejas por carero, la pollería que tenía fama de lavar los pollos con lavandina y el kiosco de Beto, atendido por Betito desde que al viejo le diagnosticaron el cáncer de próstata. El joven oficial miraba sin atender a los saludos de la gente, caminaba agazapado como felino al acecho, con la mirada enfocada en su labor, apenas si se permitía un pestaneo.
Saliendo de la zapatería, la fortuna, la misma que se le había negado hace un instante, le brindó en bandeja su presa.
-Buen día oficial, ¿le anoto algún numerito para la quiniela?
-Sí, dale, el 44. Camine para la cárcel, le voy a dar a usted vendiendo quiniela clandestina en mis narices- dijo sin pensar que la prominencia de su órgano olfativo parecía hacer referencia a la multiplicidad del mismo.
El gordo Sananes, el quinielero, primero pensó que el oficial lo estaba cargando, pero cuando el joven oficial le colocó las esposas comenzó a despotricar y hasta amenazar con echarlo de la fuerza policial. A los empujones, llegaron ambos hasta la comisaría. Gutiérrez llevaba el éxito hecho sonrisa, de alguna forma el deber cumplido lo empoderaba. Entró a los gritos, para hacerse notar y mostrar fiereza. Y como si realmente se tratara de una fiera, exhibió su presa al comisario esperando un halago que nunca llegó.
-¿Pero vos sos pelotudo? ¿Cómo vas a arrestar al Sr. Sananes? ¿No ves que es un buen tipo, una persona de bien que se gana la vida vendiendo unos numeritos sin joder a nadie? ¡Sacale ya mismo las esposas y andá a buscar delincuentes de verdad!- Y concluyó, ahora dirigiéndose al quinielero: -Disculpame Gordo, estos pibes no entienden nada. Vení, quedate un rato, ¿querés un café? Ah, escuchame, anotame para la vespertina, con diez pesos a la cabeza y diez a los veinte, el 89: la rata.
Nota: Policialmente INcorrecto no necesariamente sigue un orden para entender el relato, pero sí para conocer a los personajes y seguir la historia, por lo que sugerimos leer los capítulos previos.
(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia).
La casilla emanaba un olor nauseabundo, tanto que desde la tranquera ya se podía percibir que el aire perfumado por los eucaliptus y los paraísos estaba enrarecido.
Más acostumbrado a la vida de campo que a la policial, Ramírez golpeó las manos a la espera de que alguien lo atienda. Rafa lo miró exactamente como podría haberlo hecho Soria, con una mezcla de asombro y desdén.
-¿Qué hacés, salame?- preguntó el cabo y, anticipándose a la respuesta del joven oficial y trepando por encima de la tranquera.
-A ver, a ver, dejen trabajar- indicó Ramírez tratando de disimular su inexperiencia. La gente se agolpaba detrás de ellos y en al alambrado que rodeaban la propiedad del viejo Baigorria. Al parecer, era más poderoso el morbo que la podredumbre que arremetía cada vez que la brisa cambiaba de dirección.
Ambos policías avanzaron en fila entre los pastizales de medio metro de altura que evidenciaban un alto grado de dejadez o abandono. Conforme se acercaban a la casilla de chapa y madera sin ventanas, el olor ganaba más y más presencia. Ramírez comenzó a sentir una molestia que se iniciaba en la garganta y concluía en el estómago, o viceversa. Inmediatamente después, un provecho preanunció las arcadas que no tardaron en hacerse presentes.
-¡Estás pálido, Ramírez! ¿Te sentís bien?- fueron las palabras del cabo Negrete cuando volteó a ver a su compañero y recibió una catarata de vómito que le cubrió el pecho. Rafa adelantó su mano en un intento de frenar la arremetida interior del oficial, pero fue totalmente en vano.
-¡La puta que te parió Ramírez! ¿No podés apuntar para otro lado?
El joven oficial no podía nada. Su frágil cuerpo se contorsionaba y lanzaba líquido como si se tratara de una manguera a presión sin gobierno.
-Esperame acá que entro solo- fue la orden de Rafa justo antes de avanzar hacia a la puerta. Fastidioso, la pateó con fuerza. Tanta que la arrancó con marco y todo.
-¡Está muerto, está muerto!-empezó a gritar una vieja y los murmullos, alaridos y llantos se fueron haciendo eco entre las no más de veinte personas reunidas del otro lado de la tranquera. De eso a exigir la cabeza del culpable, fue cuestión de segundos.
El vaho sacudió a Rafa, que inmediatamente se cubrió la nariz con un pañuelo. El ambiente era pequeño, así que no tardó demasiado en hacer un inventario de todo lo que había allí: piso de tierra, un camastro, una vieja TV de 14”, una silla desvencijada, una mesita con cinco o seis cartones de vino vacíos y claro, el cadáver ya consumido en parte por gusanos y moscas. Antes de retirarse, prendió la linterna del celular y observó allí donde la luz del sol que se colaba por la entrada no alcanzaba a alumbrar. Así comprobó que no había indicios de violencia, a excepción de los arañazos del lado interior de la puerta que lo dejaron pensativo.
-¿Y?- fue todo lo que pudo articular Ramírez no bien lo vio salir.
-Muerte natur…- apuntó Rafa sin llegar a terminar la oración.
El joven oficial escupió una mezcla de moco, saliva y vómito, dio media vuelta y se apuró para anticipar la noticia a los civiles reunidos frente a la casilla. Entre la gente ahora estaba también el cronista del canal de cable local que él mismo se había encargado de llamar no bien Soria les asignó la investigación.
-A ver, a ver, hagan lugar a la prensa que está trabajando- fue la indicación para asegurarse una buena cobertura cuando diera la noticia del deceso. -En el día de hoy, alertados por la desaparición de Francisco Baigorria, más conocido por todos como el viejo Baigorria o Baigorrita, nos apropiciamos en el domicilio. Efectivamente, se procedió al registro minucioso y exhaustivo de la propiedad, constatando la existencia de un cadáver. Todo indica de que se trató efectivamente de una muerte natural, pero esperamos las pericias para determinar la hora y las causas de la defunción. Por el momento, no disponemos de más información… Oficial Ramírez, para servirlos- concluyó saludando a la audiencia.
El cabo Rafael Negrete se acercó a la muchedumbre que rápidamente lo abordó con intención de conseguir algún dato más. Y con su uniforme todavía empapado en vómito, habló a cámara.
-La información suministrada por el oficial no es del todo correcta- decía ante la mirada sorprendida de los presentes, incluso del propio Ramírez. -Luego de la investigación ocular, se encontró un cadáver dentro de la propiedad; pero no es Baigorrita, sino Chicho, su perro. Todo indicaría que el viejo se fue y lo habría dejado encerrado por descuido o porque esperaba volver pronto. El pobre bicho murió arañando la puerta. Ahora vamos a ordenar una búsqueda para determinar el paradero de Baigorria, ya que según se nos informara estaría desaparecido hace más de veinte días. Es todo, gracias.- concluyó Rafa. Después se acercó a Ramírez y sujetándolo del cuello con una sola mano, le susurró al oído: -La próxima que te hagas el vivo, te mató-.
(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia)
-¡Eso te pasa por bocón!- le señaló el Negro .
-Pero quédate tranquilo que va a aprender, ¿eh?- continuó Rafa.
Ramírez los miraba con un poco de bronca detrás de las dos columnas de denuncias y expedientes que, a modo de castigo, superpoblaban su escritorio. Hacía apenas unas semanas que había salido de la escuela de oficiales y se incorporó a la 3ª, pero parecía tener ante sus ojos el historial completo de la comisaría, según sus propias palabras. Es cierto, iba a aprender a ser más discreto en el futuro. O no.
Anita salió del despacho de Soria con el pelo un tanto descolocado y el labial corrido. Inmediatamente detrás de ella apareció el descomunal comisario con las manos descansando incómodamente sobre del cinto, el cigarrillo recién encendido entre los labios y expresión de feliz cumpleaños.
-Linda mañana, ¿no Ramírez?- acotó Soria con actitud de Superman, mientras el humo del cigarrillo se contorneaba delante de sus ojos.
El joven oficial miró hacia la puerta siempre abierta de la seccional. Un aguacero caía casi hasta con maldad. Desde dónde él podía observar, el desagüe de la calle no daba a vasto y la vereda ya estaba completamente bajo agua. Así y todo, asintió con la cabeza y una sonrisa dibujada.
-Vos que estás medio al pedo, hacete unos mates- continuó el comisario.
Ramírez arrastró la silla con molestia infantil: haciendo tanto ruido como le fue posible. Se levantó y se acercó a la mesita coronada con la brillante pava eléctrica obsequiada por la comunidad china. Esperó a que Anita saliera del baño y la cargó en el lavatorio corroído por la mugre y el sarro. Después la puso a calentar y empezó a sacudir el mate con destreza correntina, asegurándose de que el polvillo quede bien abajo.
-Rafa, cuando pare la lluvia, andá a verlo a Sismonde que tiene unos vales de nafta para nosotros- le indicó Soria al Cabo Rafael Negrete y continuó: -Che, ¿viste que bien lo sacude este?- logrando concentrar la atención en Ramírez que, inmediatamente y avergonzado, detuvo sus movimientos.
Rafa respondió primero guiñando un ojo y después, lanzando una carcajada exageradamente forzada. Los otros también festejaron la ocurrencia y la algarabía se volvió generalizada hasta que un repentino ataque de tos castigó al obeso comisario. Una bocanada de humo escapó de sus pulmones con la fuerza de un huracán. Una serie de profundos espasmos y la tos que aserraba su garganta parecían doblegarlo, pero él manoteaba el marco de la puerta como si de ello dependiera para no abandonar este mundo. Inoportunamente, su celular comenzó a sonar y vibrar en la estrechez del bolsillo forzada por su pierna y el pantalón represor. El comisario revoleó los ojos, pero detuvo el avance de Anita y el Negro que se aprestaban a ayudarlo.
-Hola- atendió con voz silbada y sin aliento. -No, un poco de tos nomás- continuó mientras se componía con esfuerzo. –Decime. ¿Un camión? ¿En la ruta nacional? ¡No te puedo creer! ¿Personal?- En ese instante, comenzó a recorrer el ambiente con la mirada: primero les apuntó al Negro y Anita que estaban más cerca, después a Rafa, a Ramírez y por último, se detuvo en la pava eléctrica. La observó un rato dudando y concluyó –Entiendo, pero decile a Reyes que me va a tener que disculpar, porque hoy, en la 3ª, hacemos agua con el personal.
(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia)
-Che, ¿alguien sabe dónde está Soria?- arrojó Ramírez dentro de la comisaría como quien dispara al aire.
Los integrantes de la fuerza allí presentes: Anita, Rafa y el Negro, lo miraron de forma extraña, indescifrable para un joven e inexperto oficial. Apenas en Anita se notaba una cierta vergüenza que la hizo sonrojarse, pero siguió concentrada en su máquina de escribir y la denuncia del jubilado que hablaba sin parar del otro lado del escritorio.
-¡Pero son las dos de la tarde! ¿Cómo no está Soria, con todos los quilombos que hay acá?- repreguntó con una gran dosis de imprudencia.
-¡Bajá la voz, pelotudo!-, lo frenó en seco el Negro, mientras le apretaba el brazo con fuerza. O intentaba, porque la exagerada delgadez de Ramírez apenas le ofrecía piel y hueso para sujetar. -El Comisario Soria está atendiendo un asunto acá a la vuelta, en lo de la viudita Schäefer- continuó llevándose el dedo índice a los labios en señal de silencio.
-¿Qué, se está cogiendo a la aleman…?- La silueta de Soria en la puerta de la comisaría interrumpió la pregunta con la misma potencia con que cambió el semblante de Ramírez, que pasó de la sonrisa pajera adolescente a la seriedad de ultratumba. De repente su tez trigueña se alimentó del pavor, empalideciendo fuera de toda posibilidad lógica.
El paso del comisario hacia su despacho, seguido por esa atmósfera de tabaco que lo acompañaba cual sanguijuela, fue tan fugaz que apenas el humo del cigarrillo hizo notar su presencia. Eso y el inmediato -¡Ramírez, vení!-.
Rafa y el Negro se miraron y largaron una carcajada al unísono. El viejo y Anita la contuvieron, pero no pudieron disimular la sonrisa. Ramírez atinó sólo a persignarse, aún cuando su creencia no llegaba más allá de la adoración al Gauchito Gil promovida por su tío, cabo retirado de la policía de Colonia Carlos Pellegrini, Corrientes.
El joven oficial cubrió la distancia hasta el despacho con la pesadez del condenado. Arrastraba los pies en vano intento de aletargar los sucesos. Se preguntaba si el comisario lo habría escuchado. Era difícil, pero imposible saberlo a ciencia cierta.
-Vení, querido- largó el obeso comisario con una mezcla incierta de ironía, condescendencia y cariño condimentado con repudio. Ni Soria podía explicar bien el sentimiento que tenía hacia el pibe nuevo. -Cerrá la puerta. Tengo una misión importante para vos- continuó ante la mirada atenta de su interlocutor.
Ramírez se entusiasmó. Tanto que enseguida enderezó sus hombros, levantó la vista y sacó pecho, olvidando la posible metida de pata de hacía unos segundos.
Después del éxito en la resolución del caso del barrio cerrado, una nueva misión significaba un desafío para su inexperiencia pero, sin dudas, era una oportunidad que no iba a dejar pasar. Además la palabra “importante” implicaba una confianza en su capacidad por parte del jefe. Automáticamente y con un brío casi incontenible, se sentó en una de las dos sillas de cuerina ajada a la expectativa de la orden.
-Te vas a la pizzería de enfrente de la plaza y me traés una calabresa. No te distraigas con nada y vení rápido que ¡tengo un hambre! ¿Se entendió? ¡Calabresa!, la que viene con cantimpalo- aclaró Soria sabiendo a quién le impartía la orden.
Ramírez se levantó presuroso pero con una sensación desagradable que le hormigueaba el cuerpo. Cuando estaba a punto de atravesar el umbral de la puerta del despacho, la voz del comisario lo frenó.
En exclusiva, uno de los relatos de Relatos de un HDP que viaja gratis por el mundo! Que lo disfruten!
¡Hágase hombre, carajo!
Por aquel entonces de unos diez años de edad (calculado con la misma exactitud que un mediocampista ghanés sub16) y aspecto esmirriado, Umali sorprendía con su tez morena oscura, sonrisa perlada y cabellera sembrada de rizos rubios. Ojo, no era el único negro rubio en ese grupito de niños que corrían con desfachatada y casi completa desnudez de un lado a otro de la aldea de Bunlap, en la isla de Pentecostés, en Vanuatu. ¿Vanuatu? Sí, Vanuatu, en el Pacífico Sur. Allí donde Dios, jugando a ser lo que es, sembró con tierra el mar creando un intrincado laberinto de islas. Allí donde ahora el sol iba soltando lo que parecía una mañana más para abrazar con fuerza al mediodía y llevar el mercurio por encima de los 30 grados a la sombra, algo significativo tan solo para un turista inoportuno o alguien desacostumbrado a las condiciones de un clima tropical. Y claro, también para los selectos miembros de la tribu abocados a los preparativos de la ceremonia vespertina. Los unos alzando hacia el cielo esa columna de más de 20 metros de altura de ramas entrelazadas y lianas. Y los otros batiendo la tierra a los pies de esa precaria torre. Continuar leyendo “Una muestra de “Relatos de un HDP que viaja gratis por el mundo”.”
Había escuchado eso de “Salta, tan linda que enamora” y pensé que se trataba de uno de los tantos slogans publicitarios de los destinos turísticos, pero los imponentes paisajes, el clima que acompañó bondadosamente y la belleza y calidez de los pueblos que asombran con su arquitectura colonial, realmente llenan el alma y transforman una simple frase en una realidad palpable.
Quebrada de las Conchas
La travesía comenzó ni bien arribados a Salta, donde además de conocer a todos los integrantes del grupo, esperaban las Hilux y las SW4 que serían parte fundamental y activa de la misma. No hubo tiempos para grandes preámbulos porque ni bien acomodamos las valijas, salimos a la ruta con destino a Cafayate.
El trayecto tiene 188 km, aunque por la sinuosidad del camino y las paradas “obligadas” para entregarse al paisaje, tomar alguna foto de recuerdo y adentrarse en las formaciones de la Quebrada de las Conchas, dentro de los Valles Calchaquíes, demanda un poco más tiempo que el normal.
Los colores de las sierras y la vegetación deslumbran a medida que se avanza por la ruta 68, permitiendo ver a lo lejos las formaciones de la quebrada que fuera declarada reserva natural en 1995. El paisaje es testigo de la erosión del agua y el viento durante millones de años, dando lugar a un profundo cañón donde destacan llamativas formaciones rocosas como la Garganta del Diablo, el Anfiteatro, el Fraile, el Sapo, entre otras. Acercarse a dicha Garganta o a cualquiera de estas moles rocosas lo hace a uno sentirse pequeño ante la espectacularidad de las geoformas. Pero curiosamente la zona de la Quebrada de las Conchas tiene otro lugar de interés, quizás más banal, pero que cautiva por igual (o más) al visitante y es el Puente Morrales. Dicho puente se encuentra en una ruta muerta a la vera de la R68 y alcanzó su fama a partir de la película Relatos Salvajes (2014), en la que Leonardo Sbaraglia y Walter Donado concluyen su famoso “crimen pasional”.
Cafayate
A medida que nos acercábamos a destino, el paisaje dejaba atrás la roca, la arena y los tonos marrones, para nutrirse con el verde de las vides. Así nos recibía Cafayate, la ciudad más importante de los Valles Calchaquíes que sorprende con su arquitectura colonial, su plaza rodeada mayormente de locales de artículos regionales y vinos, bares y restaurantes, un museo y por supuesto, la bellísima Catedral de Nuestra Señora del Rosario de Cafayate (1895).
Caminar por las calles de esta ciudad, que conserva su arquitectura colonial, contagia calma. Es inevitable no acostumbrarse al nuevo ritmo y entregarse al placer de respirar el aire que allí desborda de pureza.
Pero el viaje continuaba, apenas nos dio tiempo para acomodarnos en el hotel Grace Cafayate (un verdadero lujo de la travesía) y acicalarnos para disfrutar de las afamadas empanadas salteñas y un asado de esos que perduran en la memoria, en la Finca El Retiro de la Bodega El Porvenir que, obviamente, garantizó la compañía del buen vino.
Amaneció fresco, como suele suceder en esta provincia que se caracteriza por una gran amplitud térmica, por lo que desayunar al sol con vista a las montañas y al campo de vides, fue un verdadero placer. Por supuesto, no se extendió demasiado porque la partida hacia Cachi no se hizo esperar.
La 40, Molinos y Seclantás
Tomar la R40 ya conlleva una cierta emoción para cualquier argentino, mucho más meterse en el ripio y la arena en las 4×4 de Toyota, transitando caminos que deslumbran por su aridez, los colores de piedras y montañas que magnifican el celeste intenso del cielo. Inevitable sentir esa adrenalina y esa diversión que tiene rasgos de niñez, pero que hacen de la adultez algo maravilloso.
La Quebrada de las Flechas nos sorprendió con su singular inclinación, producto de los movimientos del suelo y el viento. Nos abríamos paso entre paredes inmensas de roca, siguiendo el camino zigzagueante. Entre nubes de polvo, avanzábamos y nos maravillábamos ante la aparición de personas y pueblos dormidos en el tiempo, pero con un encanto y una magia singular; una escuela casi perdida o cementerios en medio de la nada, adornados con flores de colores como si el olvido no alcanzara del todo a esos lugares o esas almas.
Así en medio de este paisaje de ensueño, asomó Molinos, un pueblo con rasgos coloniales que debe su nombre a los molinos harineros del siglo XVIII. Allí se destacan la Iglesia San Pedro de Nolasco (1720) y la Hacienda de Molinos que fuera residencia del último gobernador realista de Salta y que hoy es un hotel.
Más adelante nos esperaba Seclantás donde nace el Camino de los Artesanos que culmina en El Colte, lugar de residencia del Terito Guzmán y unas sesenta personas que viven de la producción de sus telares . Hijo del Tero, ya fallecido pero famoso por los ponchos de Juan Pablo II, el Papa Francisco, Los Chalchaleros y más, el Terito nos mostró su arte (un poncho puede llevar hasta dos semanas de trabajo) y nos agasajó con un almuerzo bajo la fresca y humilde galería de su hogar hecho de adobe y caña.
Cachi
La llegada a Cachi reprodujo las sensaciones del arribo a cada pueblo salteño: la paz y tranquilidad, el aire colonial de sus construcciones y una caravana compuesta por seis Toyota, con los rastros de la travesía en su carrocería, que no pasaba desapercibida para nadie.
Cachi tiene magia, su plaza bordeada de frentes blancos con la consigna unificada de marquesinas de hierro forjado, la iglesia, las calles de piedra y esa calma que invita a sentarse en alguno de sus bares y a disfrutarla trago a trago. Todo enmarcado por montañas de más de 5.000 m y un cielo diáfano casi permanente que por las noches permite admirar y rendirse ante la infinidad de estrellas.
Nos hospedamos en el hotel La Merced del Alto, otro de los grandes placeres de Cachi. Desde allí iniciaríamos a la mañana siguiente la que sería una de las partes más emocionantes del viaje: la conquista de Abra del Acay, declarado Monumento Natural Provincial. Por este paso ubicado en el departamento de La Poma, corre la mítica ruta 40 que alcanza allí su mayor altitud (4.601 m), siendo una de las carreteras más altas del mundo (fuera de Asia).
El recorrido tuvo todos los condimentos para poner a prueba las camionetas y nuestro temple: polvo, ripio, vados, curvas y contracurvas, cornisas. Emocionante desde el lado de la conducción y desde los paisajes que iban cambiando permanentemente y sorprendiendo con colores que cuesta imaginar en la previa.
Nos habíamos preparado para semejante ascenso: un desayuno liviano, mucha ingesta de agua y algunos tentempiés para no sufrir el mal de altura. Afortunadamente, semejantes preparativos fueron suficientes y pudimos disfrutar de Abra del Acay y sus panorámicas en toda su magnitud. Por supuesto, allí había que moverse con tranquilidad para no agitarse demasiado y abrigarse porque los 10ºC y el viento frío se hacían sentir.
Para la vuelta, sólo nos quedaba el paso fugaz por La Poma, aquél poblado que sufriera el terremoto en 1930 y que fue reconstruido en parte y generó un nuevo asentamiento a apenas un km de distancia. Sorprende ese caserío de tierra roja, esas pocas callejuelas en medio de prácticamente la nada y una existencia prácticamente inimaginable para cualquier citadino.
La vuelta a casa
La última noche en Cachi nos encontró tratando de avistar OVNIs en el ovnidromo. Sí, el lugar tiene muchas historias al respecto y un lugar específico diseñado por un suizo que vivió en el lugar durante cinco años y que asegura le fue encomendada la construcción de este espacio demarcado con piedras pintadas y una gran estrella. No avistamos nada especial, pero nos dejamos cautivar por el cielo y el show que brindaban las estrellas fugaces.
A la mañana siguiente, emprendimos el regreso a Salta. El paso por la recta de Tin Tin nos brindó otro de los recuerdos que nos traeríamos a Buenos Aires: una planicie habitada por imponentes cardones que se erigen como amos y señores y que forman parte del Parque Nacional Los Cardones, que tiene además restos paleontológicos como huellas de dinosaurios de 70 millones de años y pinturas rupestres.
Más adelante la Cuesta del Obispo sorprende con su panorámica y el serpenteo de la ruta a través de las montañas. La aridez y los tonos marrones siguen siendo protagonistas, aunque si se tiene suerte se pueden sumar los cóndores para completar una postal que será inolvidable.
Unos kilómetros más adelante la Quebrada de Escoipe nos hará pensar que llegamos a otra provincia, ¿Misiones?, tal vez. Es que aparece la bruma en el camino y la visual poblada de tonos verdes selváticos y una vegetación que parece importada de otro lugar convierten la ruta de repente. Cuesta creer semejante diversidad, pero que es reflejo de la magnitud de la provincia de Salta en cuanto a paisajes y experiencias.Justamente eso que hace que uno crea verdaderamente en eso de “tan linda que enamora” y caiga rendido a sus pies.
(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia)
-Che, parece que tenemos dos despechados- dijo el oficial Ramírez mientras señalaba el cuerpo de Walter Santana que yacía sobre la alfombra de cuero de vaca.
El perito de criminalística que trabajaba sobre el cadáver, asintió con la cabeza.
-¿Y viste la cocina?
-Sí, lindísima, ¿sabés el tuco que te hago ahí, no?- acotó el facultativo quizás motivado por la sangre que se escurría del pecho del occiso.
-¿Le ponés carne al tuco?- preguntó Ramírez mientras se agachaba buscando cierta complicidad y atendiendo a la labor forense. Era su primer asesinato y la ansiedad se entremezclaba con los nervios, la utópica ilusión de resolver el caso esa misma noche y su afición a la gastronomía.
Desde la puerta de entrada asomó una voz ronca, envuelta en el humo de un cigarrillo que jugaba a pender del labio inferior y acompañaba el silabeo con su movimiento.
-¿Ramírez me podés decir qué mierda pasó acá?- La inconfundible voz imperativa de Soria atravesaba el living junto con sus ciento dos kilos de colesterol, cebados con pizza de garrón, que se desplazaban más rápido de lo que la cinemática podría explicar.
El oficial permanecía agachado junto al cuerpo sin vida y así se mantuvo como si el peso de la autoridad o la intimidante anatomía de su jefe lo contuvieran física y verbalmente.
-¡La concha de tu hermana, Ramírez, hablá!
-¡Sí, mi comisario! Le presento a Walter Santana-
Soria saludó al perito con un cabezazo y repreguntó -¿Y el nombre del occiso?-
-Walter Santana, mi comisario-
-Pero ¿vos sos pelotudo? Son las 4 am, me despertó el intendente del barrio desesperado que tenía un problemita, me pidió que mantengamos la reserva y tengo a todo el periodismo en la puerta, entro y encuentro un cadáver en el living…
-¡Son, dos mi Comisario!-, interrumpió el joven oficial. Y después de ponerse de pie, desplegó una libretita espiralada con anotaciones y prosiguió: -Walter Santana, 32 años, vecino del barrio, amante de Luciana Baigorria, 52 años, la dueña de casa que se encuentra descansando arriba.
– ¿Y el otro muerto?, inquirió Soria.
– ¡Luciana Baigorria, mi comisario!
– ¿No me dijiste que descansa arriba?
– Sí, mi Comisario, descansa en paz.
– ¡La puta que te parió, Ramírez! ¡Otra de tus jodas y te meto en el calabozo!
– Perdón, mi Comisario. Ambos con herida de escopeta. Éste en el pecho y la señora en la espalda, aparentemente intentaba escapar porque el marido los agarró infraganti mientras tomaban champagne en pelotas.
– ¿Ah, fue el marido?
– Sí, mi comisario, ya lo interceptó la seguridad del barrio y está en la comisaría declarando.
Las palabras de Ramírez actuaron como un bálsamo en el corpulento comisario. Tener al asesino le facilitaba enormemente su trabajo y le posibilitaba encarar a la prensa con la seguridad del caso resuelto. Soria se relajó. Se sentó el sofá blanco y rojo como si tratara del estampado natural de la tela. Sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo prendió con la parsimonia de quien se dispone a disfrutarlo. Si hubiera estado en la cama, podría pensarse que acababa de echarse un polvo de esos mágicos. La sonrisa le inundaba la cara. Se estiró hasta la mesita ratona y sacó la botella de Pommery de la frapera con la misma esperanza del que espera la última bolilla para completar el cartón de bingo.
-¡Bingo!, expresó al ver que la botella todavía tenía un resto e inmediatamente impartió su última orden: -Ramírez, alcánzame una copa limpia. Es un crimen desperdiciar este champagne-.
En Palermo, Inmigrante conjuga de maravillas lo mejor de la cocina de nuestros ancestros españoles e italianos con la reinvención joven y fresca de su creador.
Suele decirse que los inmigrantes llegaban a “hacerse la América”, aunque con el paso de los años y ante la clara evidencia, podríamos decir que esta visión no contempla el legado enorme que estas comunidades nos han dejado. Italianos y españoles llegaron a partir de 1860 trayendo consigo costumbres, sabores, música y tradiciones que, sin dudas, han enriquecido nuestra cultura y convertido esta llegada en un magnífico intercambio.Continuar leyendo “Inmigrante”