5. La rata

Nota: Policialmente INcorrecto no necesariamente sigue un orden para entender el relato, pero sí para conocer a los personajes y seguir la historia, por lo que sugerimos leer los capítulos previos.

(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia). 

 

Soria le hizo señas al Negro, que se acercó y escuchó un secreto al oído con atención. Asintió, tomó sus cosas y salió presuroso. A Ramírez le dio bronca quedar afuera. No sabía bien afuera de qué, pero por dentro lo carcomía una sensación parecida al hambre, porque no lo dejaba pensar con claridad.

La miró a Anita que no paraba de retocarse las uñas. Ya se había limado, aplicó una capa de esmalta y soplaba a la espera de la segunda. Era evidente que Soria la había atendido, porque esa mañana eligió el rojo. Ramírez se puso contento porque al menos ya podía decodificar algunas cosas del día a día de la comisaría, como el color del esmalte de Anita. “Rojo es un buen día; cuando es negro, agarrate”, se decía a sí mismo.

Soria estaba ensimismado. Después de despachar al Negro, se había quedado tildado un buen rato en la puerta de su oficina. Era como si estuviera y no estuviera. Parecía ausente. A veces le pasaba. A Ramírez le gustaba pensar que era la grasa que le tapa alguna venita y no le llegaba bien la sangre. Casualmente, Soria pensaba lo mismo de Ramírez, aunque él lo exteriorizaba con un “¿Vos estás seguro de que te llega bien el agua al tanque, no?”.

-Ramírez, Rafa, vengan- ordenó cuando volvió en sí.

Ambos policías se acercaron ya sabiendo lo que iban a escuchar. Rafa miró con bronca al joven oficial, que sintió los ojos clavados en la cien, pero apenas lo relojeó y se hizo el desentendido.

-No les voy a decir que lo del viejo Baigorria fue un papelón y que espero que lo resuelvan pronto, porque ya lo saben. Ahora tengo un problemita más urgente: estamos cortos de arrestos, muchachos. Así que salen y me traen lo que sea.- Soria hizo una pausa para prender el último pucho del atado y darle una buena pitada. Las palabras ahumadas continuaron saliendo de su boca: -Ya saben que si no cumplimos, el intendente me tira de las bolas a mí; y si él me las tira a mí, yo se las tiro a ustedes… ¡pero con más fuerza!-, culminó mientras hacía un bollito con el paquete de cigarros y lo estrujaba con una sola mano.

El oficial Ramírez sintió que se le comprimía el escroto y enfiló rápido para la calle sin esperar siquiera a Rafa. Pensó en ir a la placita frente a la estación de tren, ahí donde se juntaban los pibes a fumar porro. Sin demasiadas complicaciones, arrearía una bandita fácilmente manejable y metería unos siete u ocho arrestos “de una”. Maldijo a la fortuna cuando llegó y vio el panorama desolador del lugar. ¡Si hasta parecía que por allí no pasaba más el tren! Es cierto que cada vez pasaba menos, pero aún lo hacía. Claro que, justamente, por esa poca frecuencia y poco tránsito de gente es que los pibes elegían esa zona para juntarse y matar las horas. No había nadie, apenas un perro medio sarnoso rastrillando la zona en busca de algún bocado.

Ramírez volvió sobre sus pasos aguzando su olfato investigador. Llegó a la zona de comercios y caminó lentamente pasando por el frente de la panadería, la ferretería cuyo dueño merecía estar tras las rejas por carero, la pollería que tenía fama de lavar los pollos con lavandina y el kiosco de Beto, atendido por Betito desde que al viejo le diagnosticaron el cáncer de próstata. El joven oficial miraba sin atender a los saludos de la gente, caminaba agazapado como felino al acecho, con la mirada enfocada en su labor, apenas si se permitía un pestaneo.

Saliendo de la zapatería, la fortuna, la misma que se le había negado hace un instante, le brindó en bandeja su presa.

-Buen día oficial, ¿le anoto algún numerito para la quiniela?

-Sí, dale, el 44. Camine para la cárcel, le voy a dar a usted vendiendo quiniela clandestina en mis narices- dijo sin pensar que la prominencia de su órgano olfativo parecía hacer referencia a la multiplicidad del mismo.

El gordo Sananes, el quinielero, primero pensó que el oficial lo estaba cargando, pero cuando el joven oficial le colocó las esposas comenzó a despotricar y hasta amenazar con echarlo de la fuerza policial. A los empujones, llegaron ambos hasta la comisaría. Gutiérrez llevaba el éxito hecho sonrisa, de alguna forma el deber cumplido lo empoderaba. Entró a los gritos, para hacerse notar y mostrar fiereza. Y como si realmente se tratara de una fiera, exhibió su presa al comisario esperando un halago que nunca llegó.

-¿Pero vos sos pelotudo? ¿Cómo vas a arrestar al Sr. Sananes? ¿No ves que es un buen tipo, una persona de bien que se gana la vida vendiendo unos numeritos sin joder a nadie? ¡Sacale ya mismo las esposas y andá a buscar delincuentes de verdad!- Y concluyó, ahora dirigiéndose al quinielero: -Disculpame Gordo, estos pibes no entienden nada. Vení, quedate un rato, ¿querés un café? Ah, escuchame, anotame para la vespertina, con diez pesos a la cabeza y diez a los veinte, el 89: la rata.

4. Cadáver

Nota: Policialmente INcorrecto no necesariamente sigue un orden para entender el relato, pero sí para conocer a los personajes y seguir la historia, por lo que sugerimos leer los capítulos previos.

(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia). 

La casilla emanaba un olor nauseabundo, tanto que desde la tranquera ya se podía percibir que el aire perfumado por los eucaliptus y los paraísos estaba enrarecido.

Más acostumbrado a la vida de campo que a la policial, Ramírez golpeó las manos a la espera de que alguien lo atienda. Rafa lo miró exactamente como podría haberlo hecho Soria, con una mezcla de asombro y desdén.

-¿Qué hacés, salame?- preguntó el cabo y, anticipándose a la respuesta del joven oficial y trepando por encima de la tranquera.

-A ver, a ver, dejen trabajar- indicó Ramírez tratando de disimular su inexperiencia. La gente se agolpaba detrás de ellos y en al alambrado que rodeaban la propiedad del viejo Baigorria. Al parecer, era más poderoso el morbo que la podredumbre que arremetía cada vez que la brisa cambiaba de dirección.

Ambos policías avanzaron en fila entre los pastizales de medio metro de altura que evidenciaban un alto grado de dejadez o abandono. Conforme se acercaban a la casilla de chapa y madera sin ventanas, el olor ganaba más y más presencia. Ramírez comenzó a sentir una molestia que se iniciaba en la garganta y concluía en el estómago, o viceversa. Inmediatamente después, un provecho preanunció las arcadas que no tardaron en hacerse presentes.

-¡Estás pálido, Ramírez! ¿Te sentís bien?- fueron las palabras del cabo Negrete cuando volteó a ver a su compañero y recibió una catarata de vómito que le cubrió el pecho. Rafa adelantó su mano en un intento de frenar la arremetida interior del oficial, pero fue totalmente en vano.

-¡La puta que te parió Ramírez! ¿No podés apuntar para otro lado?

El joven oficial no podía nada. Su frágil cuerpo se contorsionaba y lanzaba líquido como si se tratara de una manguera a presión sin gobierno.

-Esperame acá que entro solo- fue la orden de Rafa justo antes de avanzar hacia a la puerta. Fastidioso, la pateó con fuerza. Tanta que la arrancó con marco y todo.

-¡Está muerto, está muerto!-empezó a gritar una vieja y los murmullos, alaridos y llantos se fueron haciendo eco entre las no más de veinte personas reunidas del otro lado de la tranquera. De eso a exigir la cabeza del culpable, fue cuestión de segundos.

El vaho sacudió a Rafa, que inmediatamente se cubrió la nariz con un pañuelo. El ambiente era pequeño, así que no tardó demasiado en hacer un inventario de todo lo que había allí: piso de tierra, un camastro, una vieja TV de 14”, una silla desvencijada, una mesita con cinco o seis cartones de vino vacíos y claro, el cadáver ya consumido en parte por gusanos y moscas. Antes de retirarse, prendió la linterna del celular y observó allí donde la luz del sol que se colaba por la entrada no alcanzaba a alumbrar. Así comprobó que no había indicios de violencia, a excepción de los arañazos del lado interior de la puerta que lo dejaron pensativo.

-¿Y?- fue todo lo que pudo articular Ramírez no bien lo vio salir.

-Muerte natur…- apuntó Rafa sin llegar a terminar la oración.

El joven oficial escupió una mezcla de moco, saliva y vómito, dio media vuelta y se apuró para anticipar la noticia a los civiles reunidos frente a la casilla. Entre la gente ahora estaba también el cronista del canal de cable local que él mismo se había encargado de llamar no bien Soria les asignó la investigación.

-A ver, a ver, hagan lugar a la prensa que está trabajando- fue la indicación para asegurarse una buena cobertura cuando diera la noticia del deceso. -En el día de hoy, alertados por la desaparición de Francisco Baigorria, más conocido por todos como el viejo Baigorria o Baigorrita, nos apropiciamos en el domicilio. Efectivamente, se procedió al registro minucioso y exhaustivo de la propiedad, constatando la existencia de un cadáver. Todo indica de que se trató efectivamente de una muerte natural, pero esperamos las pericias para determinar la hora y las causas de la defunción. Por el momento, no disponemos de más información… Oficial Ramírez, para servirlos- concluyó saludando a la audiencia.

El cabo Rafael Negrete se acercó a la muchedumbre que rápidamente lo abordó con intención de conseguir algún dato más. Y con su uniforme todavía empapado en vómito, habló a cámara.

-La información suministrada por el oficial no es del todo correcta- decía ante la mirada sorprendida de los presentes, incluso del propio Ramírez. -Luego de la investigación ocular, se encontró un cadáver dentro de la propiedad; pero no es Baigorrita, sino Chicho, su perro. Todo indicaría que el viejo se fue y lo habría dejado encerrado por descuido o porque esperaba volver pronto. El pobre bicho murió arañando la puerta. Ahora vamos a ordenar una búsqueda para determinar el paradero de Baigorria, ya que según se nos informara estaría desaparecido hace más de veinte días. Es todo, gracias.- concluyó Rafa. Después se acercó a Ramírez y sujetándolo del cuello con una sola mano, le susurró al oído: -La próxima que te hagas el vivo, te mató-.

 

3. Agua

(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia)

 

-¡Eso te pasa por bocón!- le señaló el Negro .

-Pero quédate tranquilo que va a aprender, ¿eh?- continuó Rafa.

Ramírez los miraba con un poco de bronca detrás de las dos columnas de denuncias y expedientes que, a modo de castigo, superpoblaban su escritorio. Hacía apenas unas semanas que había salido de la escuela de oficiales y se incorporó a la 3ª, pero parecía tener ante sus ojos el historial completo de la comisaría, según sus propias palabras. Es cierto, iba a aprender a ser más discreto en el futuro. O no.

Anita salió del despacho de Soria con el pelo un tanto descolocado y el labial corrido. Inmediatamente detrás de ella apareció el descomunal comisario con las manos descansando incómodamente sobre del cinto, el cigarrillo recién encendido entre los labios y expresión de feliz cumpleaños.

-Linda mañana, ¿no Ramírez?- acotó Soria con actitud de Superman, mientras el humo del cigarrillo se contorneaba delante de sus ojos.

El joven oficial miró hacia la puerta siempre abierta de la seccional. Un aguacero caía casi hasta con maldad. Desde dónde él podía observar, el desagüe de la calle no daba a vasto y la vereda ya estaba completamente bajo agua. Así y todo, asintió con la cabeza y una sonrisa dibujada.

-Vos que estás medio al pedo, hacete unos mates- continuó el comisario.

Ramírez arrastró la silla con molestia infantil: haciendo tanto ruido como le fue posible. Se levantó y se acercó a la mesita coronada con la brillante pava eléctrica obsequiada por la comunidad china. Esperó a que Anita saliera del baño y la cargó en el lavatorio corroído por la mugre y el sarro. Después la puso a calentar y empezó a sacudir el mate con destreza correntina, asegurándose de que el polvillo quede bien abajo.

-Rafa, cuando pare la lluvia, andá a verlo a Sismonde que tiene unos vales de nafta para nosotros- le indicó Soria al Cabo Rafael Negrete y continuó: -Che, ¿viste que bien lo sacude este?- logrando concentrar la atención en Ramírez que, inmediatamente y avergonzado, detuvo sus movimientos.

Rafa respondió primero guiñando un ojo y después, lanzando una carcajada exageradamente forzada. Los otros también festejaron la ocurrencia y la algarabía se volvió generalizada hasta que un repentino ataque de tos castigó al obeso comisario. Una bocanada de humo escapó de sus pulmones con la fuerza de un huracán. Una serie de profundos espasmos y la tos que aserraba su garganta parecían doblegarlo, pero él manoteaba el marco de la puerta como si de ello dependiera para no abandonar este mundo. Inoportunamente, su celular comenzó a sonar y vibrar en la estrechez del bolsillo forzada por su pierna y el pantalón represor. El comisario revoleó los ojos, pero detuvo el avance de Anita y el Negro que se aprestaban a ayudarlo.

-Hola- atendió con voz silbada y sin aliento. -No, un poco de tos nomás- continuó mientras se componía con esfuerzo. –Decime. ¿Un camión? ¿En la ruta nacional? ¡No te puedo creer! ¿Personal?- En ese instante, comenzó a recorrer el ambiente con la mirada: primero les apuntó al Negro y Anita que estaban más cerca, después a Rafa, a Ramírez y por último, se detuvo en la pava eléctrica. La observó un rato dudando y concluyó –Entiendo, pero decile a Reyes que me va a tener que disculpar, porque hoy, en la 3ª, hacemos agua con el personal.

2. Misión secreta

(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia)

 

-Che, ¿alguien sabe dónde está Soria?- arrojó Ramírez dentro de la comisaría como quien dispara al aire.

Los integrantes de la fuerza allí presentes: Anita, Rafa y el Negro, lo miraron de forma extraña, indescifrable para un joven e inexperto oficial. Apenas en Anita se notaba una cierta vergüenza que la hizo sonrojarse, pero siguió concentrada en su máquina de escribir y la denuncia del jubilado que hablaba sin parar del otro lado del escritorio.

-¡Pero son las dos de la tarde! ¿Cómo no está Soria, con todos los quilombos que hay acá?- repreguntó con una gran dosis de imprudencia.

-¡Bajá la voz, pelotudo!-, lo frenó en seco el Negro, mientras le apretaba el brazo con fuerza. O intentaba, porque la exagerada delgadez de Ramírez apenas le ofrecía piel y hueso para sujetar. -El Comisario Soria está atendiendo un asunto acá a la vuelta, en lo de la viudita Schäefer- continuó llevándose el dedo índice a los labios en señal de silencio.

-¿Qué, se está cogiendo a la aleman…?- La silueta de Soria en la puerta de la comisaría interrumpió la pregunta con la misma potencia con que cambió el semblante de Ramírez, que pasó de la sonrisa pajera adolescente a la seriedad de ultratumba. De repente su tez trigueña se alimentó del pavor, empalideciendo fuera de toda posibilidad lógica.

El paso del comisario hacia su despacho, seguido por esa atmósfera de tabaco que lo acompañaba cual sanguijuela, fue tan fugaz que apenas el humo del cigarrillo hizo notar su presencia. Eso y el inmediato -¡Ramírez, vení!-.

Rafa y el Negro se miraron y largaron una carcajada al unísono. El viejo y Anita la contuvieron, pero no pudieron disimular la sonrisa. Ramírez atinó sólo a persignarse, aún cuando su creencia no llegaba más allá de la adoración al Gauchito Gil promovida por su tío, cabo retirado de la policía de Colonia Carlos Pellegrini, Corrientes.

El joven oficial cubrió la distancia hasta el despacho con la pesadez del condenado. Arrastraba los pies en vano intento de aletargar los sucesos. Se preguntaba si el comisario lo habría escuchado. Era difícil, pero imposible  saberlo a ciencia cierta.

-Vení, querido- largó el obeso comisario con una mezcla incierta de ironía, condescendencia y cariño condimentado con repudio. Ni Soria podía explicar bien el sentimiento que tenía hacia el pibe nuevo. -Cerrá la puerta. Tengo una misión importante para vos- continuó ante la mirada atenta de su interlocutor.

Ramírez se entusiasmó. Tanto que enseguida enderezó sus hombros, levantó la vista y sacó pecho, olvidando la posible metida de pata de hacía unos segundos.

Después del éxito en la resolución del caso del barrio cerrado, una nueva misión significaba un desafío para su inexperiencia pero, sin dudas, era una oportunidad que no iba a dejar pasar. Además la palabra “importante” implicaba una confianza en su capacidad por parte del jefe. Automáticamente y con un brío casi incontenible, se sentó en una de las dos sillas de cuerina ajada a la expectativa de la orden.

-Te vas a la pizzería de enfrente de la plaza y me traés una calabresa. No te distraigas con nada y vení rápido que ¡tengo un hambre! ¿Se entendió? ¡Calabresa!, la que viene con cantimpalo- aclaró Soria sabiendo a quién le impartía la orden.

Ramírez se levantó presuroso pero con una sensación desagradable que le hormigueaba el cuerpo. Cuando estaba a punto de atravesar el umbral de la puerta del despacho, la voz del comisario lo frenó.

-Ah Ramírez, lo de la alemana es un secreto.

1. Crimen

(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia)

 

-Che, parece que tenemos dos despechados- dijo el oficial Ramírez mientras señalaba el cuerpo de Walter Santana que yacía sobre la alfombra de cuero de vaca.

El perito de criminalística que trabajaba sobre el cadáver, asintió con la cabeza.

-¿Y viste la cocina?

-Sí, lindísima, ¿sabés el tuco que te hago ahí, no?- acotó el facultativo quizás motivado por la sangre que se escurría del pecho del occiso.

-¿Le ponés carne al tuco?- preguntó Ramírez mientras se agachaba buscando cierta complicidad y atendiendo a la labor forense. Era su primer asesinato y la ansiedad se entremezclaba con los nervios, la utópica ilusión de resolver el caso esa misma noche y su afición a la gastronomía.

Desde la puerta de entrada asomó una voz ronca, envuelta en el humo de un cigarrillo que jugaba a pender del labio inferior y acompañaba el silabeo con su movimiento.

-¿Ramírez me podés decir qué mierda pasó acá?- La inconfundible voz imperativa de Soria atravesaba el living junto con sus ciento dos kilos de colesterol, cebados con pizza de garrón, que se desplazaban más rápido de lo que la cinemática podría explicar.

El oficial permanecía agachado junto al cuerpo sin vida y así se mantuvo como si el peso de la autoridad o la intimidante anatomía de su jefe lo contuvieran física y verbalmente.

-¡La concha de tu hermana, Ramírez, hablá!

-¡Sí, mi comisario! Le presento a Walter Santana-

Soria saludó al perito con un cabezazo y repreguntó -¿Y el nombre del occiso?-

-Walter Santana, mi comisario-

-Pero ¿vos sos pelotudo? Son las 4 am, me despertó el intendente del barrio desesperado que tenía un problemita, me pidió que mantengamos la reserva y tengo a todo el periodismo en la puerta, entro y encuentro un cadáver en el living…

-¡Son, dos mi Comisario!-, interrumpió el joven oficial. Y después de ponerse de pie, desplegó una libretita espiralada con anotaciones y prosiguió: -Walter Santana, 32 años, vecino del barrio, amante de Luciana Baigorria, 52 años, la dueña de casa que se encuentra descansando arriba.

– ¿Y el otro muerto?, inquirió Soria.

– ¡Luciana Baigorria, mi comisario!

– ¿No me dijiste que descansa arriba?

– Sí, mi Comisario, descansa en paz.

– ¡La puta que te parió, Ramírez! ¡Otra de tus jodas y te meto en el calabozo!

– Perdón, mi Comisario. Ambos con herida de escopeta. Éste en el pecho y la señora en la espalda, aparentemente intentaba escapar porque el marido los agarró infraganti mientras tomaban champagne en pelotas.

– ¿Ah, fue el marido?

– Sí, mi comisario, ya lo interceptó la seguridad del barrio y está en la comisaría declarando.

Las palabras de Ramírez actuaron como un bálsamo en el corpulento comisario. Tener al asesino le facilitaba enormemente su trabajo y le posibilitaba encarar a la prensa con la seguridad del caso resuelto. Soria se relajó. Se sentó el sofá blanco y rojo como si tratara del estampado natural de la tela. Sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo prendió con la parsimonia de quien se dispone a disfrutarlo. Si hubiera estado en la cama, podría pensarse que acababa de echarse un polvo de esos mágicos. La sonrisa le inundaba la cara. Se estiró hasta la mesita ratona y sacó la botella de Pommery de la frapera con la misma esperanza del que espera la última bolilla para completar el cartón de bingo.

-¡Bingo!, expresó al ver que la botella todavía tenía un resto e inmediatamente impartió su última orden: -Ramírez, alcánzame una copa limpia. Es un crimen desperdiciar este champagne-.