Soplón.

“Dejámelo ahí”, dijo La Hiena casi sin levantar la vista, concentrado en el ir y venir de la hoja sobre la piedra.

Los dos tipos corpulentos y de negada destreza lo abandonaron sobre la silla y se perdieron en la oscuridad del galpón. La negrura espesa del lugar se rompía apenas por la lámpara que guiaba los movimientos del cuchillo y un hilo de luz que, colándose por un agujero en el techo de chapa, endiosaba al pobre diablo amordazado y abatido que de tanto en tanto emitía un resoplido, exhibiendo su dificultad para respirar.

“¿Sabés quien soy yo?”, lanzó al aire comenzando un diálogo imperfecto, dado que su interlocutor no tenía fuerzas para pensar siquiera una respuesta. Acto seguido se paró enérgicamente, caminó hasta el cuerpo inerte con movimientos descoordinados y excesivos, como si su cuerpo sufriera espasmos involuntarios.

Y después de alzar la cabeza vencida de la víctima sosteniéndola desde la papada, impostó la voz y gritó “¡Ser o no ser, esa es la cuestión!”. Cuando la soltó, la cabeza volvió como un resorte, a rendirse sobre el esternón. “Hamlet, William Shakespeare”, vociferó con pésima pronunciación para después aplaudir golpeando una palma sobre el puño cerrado alrededor del cuchillo.

“Aplausos, más aplausos. Gracias, gracias”, dijo con la mirada perdida. Sus ojos insuflados por algún estupefaciente solían ausentarse con frecuencia, aunque él mismo aseguraba que siempre estaba observándolo todo, que podía mirar la nada y trascenderla.

“No te vi aplaudir a vos, ¿puede ser? Creo que me merecía el reconocimiento, pero bueh, tendrás tus motivos”, le apuntó desafiante con el cuchillo. “!La Hiena! Ese soy yo. ¡Yo soy La Hiena! ¿Por qué? ¿Querés saber por qué?” Se abrió la bragueta, sacó su miembro y comenzó a orinarlo. “Porque yo agarro lo que queda. Y porque no hay nada peor después de mí”.

Se quedó pensativo un rato, como buscando las palabras, mientras iba creciendo el charco de orina en el piso.

“¡Bah, después de mí no hay nada! A ver un chorrito más. Siempre queda un poquito más, ¿viste? Ahora sí, ya está.”

Guardó su miembro y comenzó a caminar en círculos alrededor de la víctima. “¡Ricardo! ¿Te gusta? Te voy a llamar Ricardo Raúl, como Alfonsín. A ver Richard, sin repetir y sin soplar, cagadas que te mandaste…” Y mientras esperaba una respuesta que nunca iba a llegar, repiqueteaba con el pie sobre el piso.

“Okey, sos discreto. Está muy bien eso… pero te tendrías que haber acordado antes. Ahora hay mucha gente complicada porque vos abriste la boca. ¿Qué loco, no? Boqueaste y ahora sos incapaz de decir algo. Con lo buen orador que eras, Ricardo Raúl. ¿Te acordás de tu discurso del 83?” El haz de luz que se colaba por el techo lo distrajo de su faena. Empezó a jugar con el cuchillo, interrumpiendo el paso de la luz y haciendo sombra sobre el cuerpo de su víctima.

“Pero la cagaste Richard. Mandaste en cana a gente importante. Decí que estoy yo para arreglarlo. ¡Es una lástima! No te conozco, pero me caés bien. Siempre me cae bien la gente que deja hablar, que no interrumpe, que es respetuosa. La cagaste, me entendés. Pero no te preocupes que para eso estamos acá, para solucionarlo”. Y acercando el cuchillo al cuello del pobre tipo, continuó: “Sí, solucionarlo… porque la hiena rompe, pero arregla. Muy loco ¿no?, rompo, pero arreglo”.

La propuesta.

Me vino con la idea de un trío. La verdad que me descolocó un poco. No porque me haga el pacato, pero a esta altura de mi vida compartir mi mujer con otro no me causa nada de gracia. Si fuera con una mina, ni lo pienso, agarro viaje de una; pero con un chabón… Obvio que no se lo dije porque le hubiera dado argumentos para apurar la decisión. De hecho, me preguntó y yo le dije que era lo mismo, que el tema pasaba por no compartirla con nadie. No me creyó, pero yo me mantuve firme. Bah, más o menos firme, porque insistió y me preguntó qué onda si era un conocido. Para mí, peor: ¿compartir mi mujer y encima con un conocido? ¡Y qué se yo de dónde sacó la idea! El tema es que quiere que le responda hoy y la sensación es que si no accedo, va a buscar por otro lado. No sé, me la puso complicada. Continuar leyendo “La propuesta.”

Una muestra de “Relatos de un HDP que viaja gratis por el mundo”.

Relatos de un HDP que viaja gratis por el mundo

En exclusiva, uno de los relatos de Relatos de un HDP que viaja gratis por el mundo! Que lo disfruten!

 

¡Hágase hombre, carajo!

Por aquel entonces de unos diez años de edad (calculado con la misma exactitud que un mediocampista ghanés sub16) y aspecto esmirriado, Umali sorprendía con su tez morena oscura, sonrisa perlada y cabellera sembrada de rizos rubios. Ojo, no era el único negro rubio en ese grupito de niños que corrían con desfachatada y casi completa desnudez de un lado a otro de la aldea de Bunlap, en la isla de Pentecostés, en Vanuatu. ¿Vanuatu? Sí, Vanuatu, en el Pacífico Sur. Allí donde Dios, jugando a ser lo que es, sembró con tierra el mar creando un intrincado laberinto de islas. Allí donde ahora el sol iba soltando lo que parecía una mañana más para abrazar con fuerza al mediodía y llevar el mercurio por encima de los 30 grados a la sombra, algo significativo tan solo para un turista inoportuno o alguien desacostumbrado a las condiciones de un clima tropical. Y claro, también para los selectos miembros de la tribu abocados a los preparativos de la ceremonia vespertina. Los unos alzando hacia el cielo esa columna de más de 20 metros de altura de ramas entrelazadas y lianas. Y los otros batiendo la tierra a los pies de esa precaria torre. Continuar leyendo “Una muestra de “Relatos de un HDP que viaja gratis por el mundo”.”

Este año, pasas.

Me propuse cumplir el ritual con minuciosidad. Doce pasas de uva y doce deseos para el nuevo año que comenzaría en escasos segundos. Como sucede con estas tradiciones, uno no las cuestiona, las obedece y espera que el milagro suceda. Arranqué pensando en los seres queridos, en la salud, en la felicidad. Pero con el correr de las pasas, los pedidos se fueron tornando más egoístas y superfluos, tal vez como resultado de la abundancia de posibilidades o la amplitud de los primeros deseos. En silencio y concentrado en cada bocado, yo seguía con la consigna. La pasa número once correspondió al dinero y si bien no soy un tipo materialista, en ese momento así me sentí. Cuando llegué a la doceava, el brindis familiar me distrajo. No recuerdo el anhelo vinculado a la misma, sólo el recorrido errante de la fruta deshidratada y la epiglotis burlándose de mis intenciones. El atoro, la falta de aire, la tos que sobrevino justo antes que la abuela levantando mis brazos y gritando “San Blas, San Blas”, marcaron el fin del ritual. Sólo espero que el suceso no singularice mi año.

Económicamente amando (poema)

Paseó su ausencia delante de mí
perfumada de encajes y desaires.
Desnudó verdades
insufladas de vacío,
ecos de existencias miserables.
Oscuros egoísmos,
inconsolables temores,
sepultados entre próceres.
Blandió el metal
con vileza extrema
y en certeras estocadas
sentenció la agonía.

Testigos del amor

En memoria de Hugh Hefner

Augusto Calegario Pinto era un gran fornicador. Entiéndase bien, no estoy hablando de amor, una palabra casi desconocida para él, un sentimiento que le era bastante esquivo. Para ser más exacto, debería decir que en la fornicación se agotaba su voluntad, su mundo y su esencia. Y para ser del todo preciso y no faltar ni un ápice a la verdad, debo corregirme y afirmar que era un tipo solitario. Es decir, lo suyo iba más por el lado de la autosatisfacción. Estoy seguro de que no faltará el que ponga cara de asco y hasta se convierta en juez de las acciones y deseos privados. Y digo esto porque Augusto tuvo que convivir con muchos de estos seres pacatos que, imbuidos en vaya a saber qué autoridad episcopal, lo sentenciaron al aislamiento. Paradojas de la vida, porque en esa condición era más feliz que nunca.

Hasta que llegó Elba. Así casi sin querer, porque bien podría haber sido Clemente u Oscar, los otros dos Testigos de Jehová que también andaban timbreando esa mañana por la zona de Flores. Pero no, fue Elba, como si el destino o el mismísimo Jehová así lo hubieran dictaminado, como si se hubieran escuchado los mudos pedidos de clemencia de ese cuerpo gastado, testigo de incontables batallas y “proezas” dignas de un ser, cuando menos, particular.

Fue la mañana de un 3 de noviembre, con esos aires frescos que duran apenas para acompañar el primer termo de mates, cuando se escucharon los timbres del A, B y C en el modesto ph de la calle Bacacay. El A se percibió con fuerza, mientras que los otros apenas fueron ecos en la profundidad del pasillo. La agitación de Augusto al abrir la puerta contrastó con la calma de aquella mujer de mirada ensoñadora y rasgos delicadamente finos que, blandiendo una Biblia, comenzó a invocar a Cristo. Las palabras fluían y una fuerza mística se colaba por el umbral encajando en el rompecabezas de aquella humanidad necesitada de paz. Un bálsamo religioso, femenino e inconscientemente maternal lo acarició profundo, tanto que acordó acercarse al templo en la semana.

A partir de ese día, Augusto Calegario Pinto comenzó a acercarse a Dios y a Elba. O mejor dicho, a Dios para llegar a Elba. Dos veces por semana se hacía presente en el templo y otras tantas se “encontraba” con su profetisa en la soledad de su hogar. Imaginó situaciones, soñó placeres que entendía negados por los dictámenes del texto bíblico y los matizaba con su esfuerzo por convertir en rutina la práctica religiosa a la espera de una oportunidad real. No pasó demasiado para que el contacto físico se presentara como necesario. Y con una energía y desenfado que atribuyó al Señor, se hizo del coraje para insinuarle la idea a la creía su salvadora. Lo atribuyó a un “milagro del Señor”, Elba no dudó, aunque se mostró dubitativa quizás como parte de una estrategia que en este caso resultaba absolutamente innecesaria. Salieron del templo, caminaron las calles de Flores con premura adolescente y como si el fin del mundo se anunciara prontamente, encadenaron cada acción aquella tarde, noche e incluso hasta la mañana siguiente. El cuerpo entrenado de Augusto, acostumbrado a monólogos cortos, extensos, de todo tipo, fue hilvanando los placeres de aquella fémina que respondía con idéntica fiereza.

El amanecer los sorprendió abrazados, si es que en algún momento dejaron de estarlo. Sin mediar demasiadas palabras, apenas unas sonrisas extasiadas y un beso que aún perdura en la memoria, Elba tomó sus cosas y se marchó. Pero no sólo de aquel ph, sino del templo, del barrio y hasta muy posiblemente de la faz de la Tierra. Augusto la buscó y aún hoy suele hacer un alto en sus prácticas onanistas para frecuentar nuevos templos a la espera de encontrarla. Y aún hoy corre presuroso a la puerta cada vez que suenan el A, B y C de la calle Bacacay al 2300.

Lluvia de emociones.

Nunca supo bien en qué momento sucedió por primera vez. Sus padres lo tomaron siempre con esa mezcla de naturalidad y encubrimiento con que suelen manifestarse los mayores respecto de sus hijos y esas acciones que escapan a las conductas habituales de un niño. Expresiones como “ya va a pasar”, es “pura casualidad” o alguna más trivial como “déjate de pelotudeces”, se volvieron costumbre dentro de la familia y amistades cercanas. Lo que le sucedía no era tan grave, pero lo distinto siempre asusta y, como si se tratara de un cadáver, los esfuerzos se concentraban en ocultarlo. Así, prácticamente durante toda su infancia, Milena convivió con silencios y mucha mentira, piadosa, pero mentira al fin.

La adolescencia trajo claridad únicamente sobre la cuestión, porque sobre su existencia (y la de todos) se repetía la oscuridad y la desazón que anticipa la tormenta. Y nunca más acertada la expresión porque justamente en esta etapa de la vida que los libros muestran como más conflictiva que el resto, es cuando entre llantos y más llantos Milena descubrió la verdad. Ya no era casual que apenas comenzara a lagrimear, las gotas cambiaran la fisonomía de ciudades, campos, playas o el sitio exacto donde ella se encontrara. ¡Si hasta parecía olerse la lluvia ante su cambio de ánimo! Sentimientos como el amor, la traición, el dolor, la risa, la compasión, podían atesorar garúas o tempestades. Con igual facilidad, ella podía nutrir los campos o anegarlos por completo, así como convertir un día soleado en un mar de nostalgia.

Con el tiempo y mucho esfuerzo, como si la vida misma la hubiera obligado, la joven comenzó a controlar sus sentires. Se preocupó por dosificar sus emociones. Ya no lloraba por nimiedades, incluso hasta era capaz de contener el llanto. Creció. Y las lluvias se volvieron ocasionales, tanto que ella y su increíble capacidad comenzaron a pasar desapercibidas o lo que es peor, a carecer de importancia para la mayoría. Hoy ya nadie se asombra, emociona o entristece por una llovizna, una tormenta eléctrica o una lluvia torrencial acompañada de aludes. Nadie excepto yo, que sé de la existencia de Milena.

Muñeca

Tiró la muñeca con cierto desdén, como quién intenta olvidar lo sucedido y dar vuelta una página. No tenían una relación de mucho tiempo, apenas unos años compartidos entre juegos y sueño. Pero suficientes para generar un vínculo, un cariño, una necesidad. Es cierto que no era la primera vez que por alguna razón, esa conexión especial se rompía y la distancia se hacía eco entre ambos. A veces la ruptura duraba apenas unas horas; otras se prolongaba durante días y hasta semanas, como si no fuera posible esa reconciliación que se terminaba dando de manera natural y hasta necesaria. Pero esta vez había un dejo de despecho en el aire, una desilusión imposible de soslayar. Ahí tirada sobre la cama, incapaz de articular palabra alguna, la muñeca se desvanecía en intenciones truncas con esa mirada estática y sin emoción. Bastaba observarla unos segundos para predecir el final.
No había historia juntos que pudiera remediar aquella situación. Ya no. Volvió a la habitación y tomó la muñeca entre sus manos. La acarició y con cierta nostalgia nublada por lágrimas que no pedían permiso, la observó queriendo decirle todo lo que no había dicho hasta entonces. Hizo caso omiso a la razón y dejó que las palabras fluyeran: que la quería con el alma; que lamentaba todo
pero que ya estaba grande para muñecas; que en ese estado deplorable ya no había razones para prolongar algo que debía haber hecho hace tiempo. Y así, en cierta forma, se iba justificando y elaborando el duelo necesario para superar el mal trance. Había un dejo de culpa en sus frases, pero era reprimida con la misma contundencia que otras veces.
Esa ceremonia de despedida no duró mucho, de ahí a meterla en una bolsa de basura habrán pasado escasos minutos. Y de eso a estar googleando y buscando una nueva muñeca inflable, nada.

Es hora

Cuando la muerte golpeó mi puerta, le dije “No estoy listo”. Con aire simplón y cierta condescendencia expresó “Negro, decime algo que yo no sepa”.
Aquella mañana de octubre me desperté enérgico, lleno de vida, como hacía tiempo no sucedía. Puse la pava sobre el fuego de la cocina y me dirigí hacia el baño. La ducha parecía estar a la temperatura justa: ni muy caliente ni demasiado tibia, en el punto exacto de la gratificación. Sin saberlo, la disfruté como si fuera la última. Después me sequé y un impulso ajeno a mi existencia, me hizo dibujar un “smile” en el espejo. Estaba de particular buen humor, animado quizás por el encuentro pactado para más tarde con una mujer que había conocido a través de las redes sociales y con la que venía mensajeándome primero con timidez, después con ternura y finalmente con pasión arrebatada, hablando en términos de temperatura. Hacía tiempo que estaba solo, pero los aires estaban cambiando. Después de varios meses sin trabajo, arranqué un proyecto propio que empezaba a caminar; una serie de problemas familiares
que me aquejaban se esfumaron con la misma velocidad con que se habían enquistado. El futuro por fin tenía aspecto de futuro y no sólo de pesadumbre y derrota inevitable. La vida me empezaba a sonreír nuevamente, como ese simple “smile” que ahora transpiraba y se desdibujaba por razones meramente físicas, ajenas al concepto de presagio. Hasta mi gato parecía evidenciar un cambio que yo atribuí a la renovación energética, pero que más tarde entendería como resultado de su mayor conexión con la naturaleza. Mi mascota se despedía presintiendo quién estaba al otro lado de la puerta; yo tuve que abrirla para entender de qué se trataba.
“¿Justo ahora que la cosa mejora?”, le pregunté a la parca. “Así es la vida”, fue todo lo que obtuve por respuesta

Andén

Se sentó a esperar en el banco de siempre. Allí, junto al andén. Aquél mismo andén que la vio suspirar, ilusionarse, reír con ganas, llorar con desazón, furiosa, perdida, triste, bella y hasta ausente. Sí, a veces no iba; pero en casi treinta años alcanzaban los dedos de la mano para contar las veces que no esperó a Ricardo a su regreso del trabajo.

Primero lo hizo sola, con juventud y desparpajo exultantes. Se peinaba durante horas, cepillando esa larga cabellera morena que acariciaba la cintura, para después salir y caminar directo hacia la estación. Era una rutina que, con el tiempo, aprendió a condimentar para quitarle monotonía. Cuando Ricardo descendía del tren, ahí estaba ella, parada, esperando con una sonrisa y los millones de preguntas, pareceres y sentires clásicos de la corta edad.

Los trenes iban y venían cargados de emociones, de relatos, de años. Pero lejos de menguar con el correr de los días, la pasión parecía alimentarse con el carbón de las tolvas que acompañaban a los vagones de pasajeros. Así el casamiento plagado de emociones y festejos fue apenas una prueba más de aquél amor que crecía con fuerza primaveral ininterrumpidamente y sin importar la temporada.

La llegada del pequeño Hugo, el primogénito que sería sucedido por Alberto, Elena, Susana y Tomasito, fue apenas una consecuencia lógica en aquellos tiempos de felicidad absoluta. Uno a uno, los niños se fueron sumando a la espera en el andén y a la postal diaria de aquel paraje inhóspito que sólo el tren sacaba del letargo absoluto. Cada parto significó una ausencia sucedida de dicha y regocijo. Y cada tarde, sin importar el clima ni el estado de ánimo, una alabanza a la familia.

Se sentó a esperar en el banco de siempre. Allí, junto al andén. Aquél mismo que vio partir a sus cinco hijos que hoy no son más que un llamado telefónico o una visita esporádica. Se sentó allí, en el mismo banco de siempre, aunque el tren hace años que no llega al pueblo. Y aunque Ricardo sea tan sólo el recuerdo de una vida hermosa.