(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia)
-Che, ¿alguien sabe dónde está Soria?- arrojó Ramírez dentro de la comisaría como quien dispara al aire.
Los integrantes de la fuerza allí presentes: Anita, Rafa y el Negro, lo miraron de forma extraña, indescifrable para un joven e inexperto oficial. Apenas en Anita se notaba una cierta vergüenza que la hizo sonrojarse, pero siguió concentrada en su máquina de escribir y la denuncia del jubilado que hablaba sin parar del otro lado del escritorio.
-¡Pero son las dos de la tarde! ¿Cómo no está Soria, con todos los quilombos que hay acá?- repreguntó con una gran dosis de imprudencia.
-¡Bajá la voz, pelotudo!-, lo frenó en seco el Negro, mientras le apretaba el brazo con fuerza. O intentaba, porque la exagerada delgadez de Ramírez apenas le ofrecía piel y hueso para sujetar. -El Comisario Soria está atendiendo un asunto acá a la vuelta, en lo de la viudita Schäefer- continuó llevándose el dedo índice a los labios en señal de silencio.
-¿Qué, se está cogiendo a la aleman…?- La silueta de Soria en la puerta de la comisaría interrumpió la pregunta con la misma potencia con que cambió el semblante de Ramírez, que pasó de la sonrisa pajera adolescente a la seriedad de ultratumba. De repente su tez trigueña se alimentó del pavor, empalideciendo fuera de toda posibilidad lógica.
El paso del comisario hacia su despacho, seguido por esa atmósfera de tabaco que lo acompañaba cual sanguijuela, fue tan fugaz que apenas el humo del cigarrillo hizo notar su presencia. Eso y el inmediato -¡Ramírez, vení!-.
Rafa y el Negro se miraron y largaron una carcajada al unísono. El viejo y Anita la contuvieron, pero no pudieron disimular la sonrisa. Ramírez atinó sólo a persignarse, aún cuando su creencia no llegaba más allá de la adoración al Gauchito Gil promovida por su tío, cabo retirado de la policía de Colonia Carlos Pellegrini, Corrientes.
El joven oficial cubrió la distancia hasta el despacho con la pesadez del condenado. Arrastraba los pies en vano intento de aletargar los sucesos. Se preguntaba si el comisario lo habría escuchado. Era difícil, pero imposible saberlo a ciencia cierta.
-Vení, querido- largó el obeso comisario con una mezcla incierta de ironía, condescendencia y cariño condimentado con repudio. Ni Soria podía explicar bien el sentimiento que tenía hacia el pibe nuevo. -Cerrá la puerta. Tengo una misión importante para vos- continuó ante la mirada atenta de su interlocutor.
Ramírez se entusiasmó. Tanto que enseguida enderezó sus hombros, levantó la vista y sacó pecho, olvidando la posible metida de pata de hacía unos segundos.
Después del éxito en la resolución del caso del barrio cerrado, una nueva misión significaba un desafío para su inexperiencia pero, sin dudas, era una oportunidad que no iba a dejar pasar. Además la palabra “importante” implicaba una confianza en su capacidad por parte del jefe. Automáticamente y con un brío casi incontenible, se sentó en una de las dos sillas de cuerina ajada a la expectativa de la orden.
-Te vas a la pizzería de enfrente de la plaza y me traés una calabresa. No te distraigas con nada y vení rápido que ¡tengo un hambre! ¿Se entendió? ¡Calabresa!, la que viene con cantimpalo- aclaró Soria sabiendo a quién le impartía la orden.
Ramírez se levantó presuroso pero con una sensación desagradable que le hormigueaba el cuerpo. Cuando estaba a punto de atravesar el umbral de la puerta del despacho, la voz del comisario lo frenó.
-Ah Ramírez, lo de la alemana es un secreto.