El taxi nos dejó en la intersección de la calle Don Anselmo Aieta, ahí frente a la Plaza Dorrego. El tango parecía inundar el aire del lugar; si hasta creímos escuchar el bandoneón del ilustre músico y compositor acompañando nuestros pasos. La historia del barrio se hacía presente y nosotros empezábamos a escribir la nuestra, más simple y concreta: la de una velada singular.
El frente del Anselmo Hotel apenas se insinuaba en la noche misteriosamente fresca de octubre. Adentro, bajando una gran escalera y en secreto, a la manera de una partitura no develada, nos esperaba el Acacia Wine Bar & Restaurant. Una especie de plaza interior, una mesa de pool a un costado, un amplio frente vidriado, una importante cava y la barra que respondía a las necesidades de los comensales, nos fueron recibiendo para adentrarnos en esa intimidad que construye este lugar desde hace menos de un año.
Para empezar, hay que decir que ese subsuelo contiene. Es decir, nos aleja del mundanal ruido y vorágine de la ciudad. Allí, en esa especie de microclima porteño, entregarse a los placeres resulta fácil. Dejarse tentar por un Anselmo Julep (pineral, menta, pomelo y syrup de pimienta rosa), un Sangre de bodegón (Jack Daniel´s, frutos rojos, menta y lima) o el Arrabal (gin, tónica, rodajas de naranja y café) parece hasta tan obvio como los mismos nombres de los cocktails. Claro que también está la destacadísima cava que también ofrece buenos exponentes para matizar con pizzas y brochettes, hamburguesas o algún otro appetizer para disfrutar de un after como Dios manda, si es que alguna vez Dios imaginó un after.
Pero nosotros estábamos allí para algo más grande, pretensioso si se quiere: para degustar los platos de Acacia Wine Bar & Restaurant. Entre suaves acordes de jazz, bossa nova y otras delicias, nos entregamos a los platos que iban llegando. Difícil discernir entre el Salteado de zetas y el Tiradito de pulpo (muy bueno, por cierto) para la entrada. Esas dos delicias fueron tan sólo el preámbulo de lo que vendría, imposible no compararlo con la carrera de Don Anselmo Aieta que fue in crescendo hasta tocar con Francisco Canaro, formar su propia orquesta e integrar la Orquesta Típica Paramount. Y así crecieron también los sabores y las expectativas fueron traduciéndose en certezas cuando llegaron el Cordero patagónico con papas confitadas y ajíes rellenos de mascarpone o la Pesca del día con ensalada griega, dos platos que sin dudas engalanaron el paladar. Quedaba lugar para una última estrofa o un bis si habláramos en términos musicales, faltaban los postres: el Cremoso de chocolates con crema de jengibre y peras marinadas en almíbar de cardamomo y la Mousse de miel sobre colchón de frutos rojos.