Nota: Policialmente INcorrecto no necesariamente sigue un orden para entender el relato, pero sí para conocer a los personajes y seguir la historia, por lo que sugerimos leer los capítulos previos.
(Relato de ficción. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia).
Soria le hizo señas al Negro, que se acercó y escuchó un secreto al oído con atención. Asintió, tomó sus cosas y salió presuroso. A Ramírez le dio bronca quedar afuera. No sabía bien afuera de qué, pero por dentro lo carcomía una sensación parecida al hambre, porque no lo dejaba pensar con claridad.
La miró a Anita que no paraba de retocarse las uñas. Ya se había limado, aplicó una capa de esmalta y soplaba a la espera de la segunda. Era evidente que Soria la había atendido, porque esa mañana eligió el rojo. Ramírez se puso contento porque al menos ya podía decodificar algunas cosas del día a día de la comisaría, como el color del esmalte de Anita. “Rojo es un buen día; cuando es negro, agarrate”, se decía a sí mismo.
Soria estaba ensimismado. Después de despachar al Negro, se había quedado tildado un buen rato en la puerta de su oficina. Era como si estuviera y no estuviera. Parecía ausente. A veces le pasaba. A Ramírez le gustaba pensar que era la grasa que le tapa alguna venita y no le llegaba bien la sangre. Casualmente, Soria pensaba lo mismo de Ramírez, aunque él lo exteriorizaba con un “¿Vos estás seguro de que te llega bien el agua al tanque, no?”.
-Ramírez, Rafa, vengan- ordenó cuando volvió en sí.
Ambos policías se acercaron ya sabiendo lo que iban a escuchar. Rafa miró con bronca al joven oficial, que sintió los ojos clavados en la cien, pero apenas lo relojeó y se hizo el desentendido.
-No les voy a decir que lo del viejo Baigorria fue un papelón y que espero que lo resuelvan pronto, porque ya lo saben. Ahora tengo un problemita más urgente: estamos cortos de arrestos, muchachos. Así que salen y me traen lo que sea.- Soria hizo una pausa para prender el último pucho del atado y darle una buena pitada. Las palabras ahumadas continuaron saliendo de su boca: -Ya saben que si no cumplimos, el intendente me tira de las bolas a mí; y si él me las tira a mí, yo se las tiro a ustedes… ¡pero con más fuerza!-, culminó mientras hacía un bollito con el paquete de cigarros y lo estrujaba con una sola mano.
El oficial Ramírez sintió que se le comprimía el escroto y enfiló rápido para la calle sin esperar siquiera a Rafa. Pensó en ir a la placita frente a la estación de tren, ahí donde se juntaban los pibes a fumar porro. Sin demasiadas complicaciones, arrearía una bandita fácilmente manejable y metería unos siete u ocho arrestos “de una”. Maldijo a la fortuna cuando llegó y vio el panorama desolador del lugar. ¡Si hasta parecía que por allí no pasaba más el tren! Es cierto que cada vez pasaba menos, pero aún lo hacía. Claro que, justamente, por esa poca frecuencia y poco tránsito de gente es que los pibes elegían esa zona para juntarse y matar las horas. No había nadie, apenas un perro medio sarnoso rastrillando la zona en busca de algún bocado.
Ramírez volvió sobre sus pasos aguzando su olfato investigador. Llegó a la zona de comercios y caminó lentamente pasando por el frente de la panadería, la ferretería cuyo dueño merecía estar tras las rejas por carero, la pollería que tenía fama de lavar los pollos con lavandina y el kiosco de Beto, atendido por Betito desde que al viejo le diagnosticaron el cáncer de próstata. El joven oficial miraba sin atender a los saludos de la gente, caminaba agazapado como felino al acecho, con la mirada enfocada en su labor, apenas si se permitía un pestaneo.
Saliendo de la zapatería, la fortuna, la misma que se le había negado hace un instante, le brindó en bandeja su presa.
-Buen día oficial, ¿le anoto algún numerito para la quiniela?
-Sí, dale, el 44. Camine para la cárcel, le voy a dar a usted vendiendo quiniela clandestina en mis narices- dijo sin pensar que la prominencia de su órgano olfativo parecía hacer referencia a la multiplicidad del mismo.
El gordo Sananes, el quinielero, primero pensó que el oficial lo estaba cargando, pero cuando el joven oficial le colocó las esposas comenzó a despotricar y hasta amenazar con echarlo de la fuerza policial. A los empujones, llegaron ambos hasta la comisaría. Gutiérrez llevaba el éxito hecho sonrisa, de alguna forma el deber cumplido lo empoderaba. Entró a los gritos, para hacerse notar y mostrar fiereza. Y como si realmente se tratara de una fiera, exhibió su presa al comisario esperando un halago que nunca llegó.
-¿Pero vos sos pelotudo? ¿Cómo vas a arrestar al Sr. Sananes? ¿No ves que es un buen tipo, una persona de bien que se gana la vida vendiendo unos numeritos sin joder a nadie? ¡Sacale ya mismo las esposas y andá a buscar delincuentes de verdad!- Y concluyó, ahora dirigiéndose al quinielero: -Disculpame Gordo, estos pibes no entienden nada. Vení, quedate un rato, ¿querés un café? Ah, escuchame, anotame para la vespertina, con diez pesos a la cabeza y diez a los veinte, el 89: la rata.