Me propuse cumplir el ritual con minuciosidad. Doce pasas de uva y doce deseos para el nuevo año que comenzaría en escasos segundos. Como sucede con estas tradiciones, uno no las cuestiona, las obedece y espera que el milagro suceda. Arranqué pensando en los seres queridos, en la salud, en la felicidad. Pero con el correr de las pasas, los pedidos se fueron tornando más egoístas y superfluos, tal vez como resultado de la abundancia de posibilidades o la amplitud de los primeros deseos. En silencio y concentrado en cada bocado, yo seguía con la consigna. La pasa número once correspondió al dinero y si bien no soy un tipo materialista, en ese momento así me sentí. Cuando llegué a la doceava, el brindis familiar me distrajo. No recuerdo el anhelo vinculado a la misma, sólo el recorrido errante de la fruta deshidratada y la epiglotis burlándose de mis intenciones. El atoro, la falta de aire, la tos que sobrevino justo antes que la abuela levantando mis brazos y gritando “San Blas, San Blas”, marcaron el fin del ritual. Sólo espero que el suceso no singularice mi año.