Paseó su ausencia delante de mí
perfumada de encajes y desaires.
Desnudó verdades
insufladas de vacío,
ecos de existencias miserables.
Oscuros egoísmos,
inconsolables temores,
sepultados entre próceres.
Blandió el metal
con vileza extrema
y en certeras estocadas
sentenció la agonía.
Testigos del amor
En memoria de Hugh Hefner
Augusto Calegario Pinto era un gran fornicador. Entiéndase bien, no estoy hablando de amor, una palabra casi desconocida para él, un sentimiento que le era bastante esquivo. Para ser más exacto, debería decir que en la fornicación se agotaba su voluntad, su mundo y su esencia. Y para ser del todo preciso y no faltar ni un ápice a la verdad, debo corregirme y afirmar que era un tipo solitario. Es decir, lo suyo iba más por el lado de la autosatisfacción. Estoy seguro de que no faltará el que ponga cara de asco y hasta se convierta en juez de las acciones y deseos privados. Y digo esto porque Augusto tuvo que convivir con muchos de estos seres pacatos que, imbuidos en vaya a saber qué autoridad episcopal, lo sentenciaron al aislamiento. Paradojas de la vida, porque en esa condición era más feliz que nunca.
Hasta que llegó Elba. Así casi sin querer, porque bien podría haber sido Clemente u Oscar, los otros dos Testigos de Jehová que también andaban timbreando esa mañana por la zona de Flores. Pero no, fue Elba, como si el destino o el mismísimo Jehová así lo hubieran dictaminado, como si se hubieran escuchado los mudos pedidos de clemencia de ese cuerpo gastado, testigo de incontables batallas y “proezas” dignas de un ser, cuando menos, particular.
Fue la mañana de un 3 de noviembre, con esos aires frescos que duran apenas para acompañar el primer termo de mates, cuando se escucharon los timbres del A, B y C en el modesto ph de la calle Bacacay. El A se percibió con fuerza, mientras que los otros apenas fueron ecos en la profundidad del pasillo. La agitación de Augusto al abrir la puerta contrastó con la calma de aquella mujer de mirada ensoñadora y rasgos delicadamente finos que, blandiendo una Biblia, comenzó a invocar a Cristo. Las palabras fluían y una fuerza mística se colaba por el umbral encajando en el rompecabezas de aquella humanidad necesitada de paz. Un bálsamo religioso, femenino e inconscientemente maternal lo acarició profundo, tanto que acordó acercarse al templo en la semana.
A partir de ese día, Augusto Calegario Pinto comenzó a acercarse a Dios y a Elba. O mejor dicho, a Dios para llegar a Elba. Dos veces por semana se hacía presente en el templo y otras tantas se “encontraba” con su profetisa en la soledad de su hogar. Imaginó situaciones, soñó placeres que entendía negados por los dictámenes del texto bíblico y los matizaba con su esfuerzo por convertir en rutina la práctica religiosa a la espera de una oportunidad real. No pasó demasiado para que el contacto físico se presentara como necesario. Y con una energía y desenfado que atribuyó al Señor, se hizo del coraje para insinuarle la idea a la creía su salvadora. Lo atribuyó a un “milagro del Señor”, Elba no dudó, aunque se mostró dubitativa quizás como parte de una estrategia que en este caso resultaba absolutamente innecesaria. Salieron del templo, caminaron las calles de Flores con premura adolescente y como si el fin del mundo se anunciara prontamente, encadenaron cada acción aquella tarde, noche e incluso hasta la mañana siguiente. El cuerpo entrenado de Augusto, acostumbrado a monólogos cortos, extensos, de todo tipo, fue hilvanando los placeres de aquella fémina que respondía con idéntica fiereza.
El amanecer los sorprendió abrazados, si es que en algún momento dejaron de estarlo. Sin mediar demasiadas palabras, apenas unas sonrisas extasiadas y un beso que aún perdura en la memoria, Elba tomó sus cosas y se marchó. Pero no sólo de aquel ph, sino del templo, del barrio y hasta muy posiblemente de la faz de la Tierra. Augusto la buscó y aún hoy suele hacer un alto en sus prácticas onanistas para frecuentar nuevos templos a la espera de encontrarla. Y aún hoy corre presuroso a la puerta cada vez que suenan el A, B y C de la calle Bacacay al 2300.
Lluvia de emociones.
Nunca supo bien en qué momento sucedió por primera vez. Sus padres lo tomaron siempre con esa mezcla de naturalidad y encubrimiento con que suelen manifestarse los mayores respecto de sus hijos y esas acciones que escapan a las conductas habituales de un niño. Expresiones como “ya va a pasar”, es “pura casualidad” o alguna más trivial como “déjate de pelotudeces”, se volvieron costumbre dentro de la familia y amistades cercanas. Lo que le sucedía no era tan grave, pero lo distinto siempre asusta y, como si se tratara de un cadáver, los esfuerzos se concentraban en ocultarlo. Así, prácticamente durante toda su infancia, Milena convivió con silencios y mucha mentira, piadosa, pero mentira al fin.
La adolescencia trajo claridad únicamente sobre la cuestión, porque sobre su existencia (y la de todos) se repetía la oscuridad y la desazón que anticipa la tormenta. Y nunca más acertada la expresión porque justamente en esta etapa de la vida que los libros muestran como más conflictiva que el resto, es cuando entre llantos y más llantos Milena descubrió la verdad. Ya no era casual que apenas comenzara a lagrimear, las gotas cambiaran la fisonomía de ciudades, campos, playas o el sitio exacto donde ella se encontrara. ¡Si hasta parecía olerse la lluvia ante su cambio de ánimo! Sentimientos como el amor, la traición, el dolor, la risa, la compasión, podían atesorar garúas o tempestades. Con igual facilidad, ella podía nutrir los campos o anegarlos por completo, así como convertir un día soleado en un mar de nostalgia.
Con el tiempo y mucho esfuerzo, como si la vida misma la hubiera obligado, la joven comenzó a controlar sus sentires. Se preocupó por dosificar sus emociones. Ya no lloraba por nimiedades, incluso hasta era capaz de contener el llanto. Creció. Y las lluvias se volvieron ocasionales, tanto que ella y su increíble capacidad comenzaron a pasar desapercibidas o lo que es peor, a carecer de importancia para la mayoría. Hoy ya nadie se asombra, emociona o entristece por una llovizna, una tormenta eléctrica o una lluvia torrencial acompañada de aludes. Nadie excepto yo, que sé de la existencia de Milena.