Estancia La Candelaria, una buena opción para el fin de semana.
Fotos: Gentileza La Candelaria
Algo más de una hora separan Buenos Aires de la localidad de Lobos; la vorágine de la ciudad, de la tranquilidad del campo; los edificios modernos de Puerto Madero, del increíble castillo de estilo francés y las construcciones coloniales. Y la lista podría seguir evidenciando contrastes, porque un fin de semana en la estancia La Candelaria irremediablemente conecta con el pasado, con costumbres y vivencias gauchas, y días y noches regados de un sosiego que se acentúa aún más con los fríos del invierno. Pero es mejor ir de a poco, porque este lugar es para disfrutarlo así: con calma.
En el kilómetro 114,5 de la Ruta Nacional 205, apenas señalizado por un cartel pequeño en la tranquera, se encuentra el acceso a la estancia: un camino de tierra típico de campo que, después de varios postes y vacas de gran tamaño, acerca un portón que anticipa lo que será la visita en cuanto a verdes y vegetación. Flanqueados por casuarinas y eucaliptos añosos, nos fuimos adentrando en la experiencia. Al final del camino esperaban la pulpería, la recepción, los salones y los edificios que albergan algunas de las habitaciones, ya que las otras se encuentran en el castillo, donde nos alojaríamos nosotros. En el salón principal un exquisito asado y el show de malambo y bailes cautivaban por igual a un público compuesto tanto por huéspedes como por asistentes al “día de campo”.
Difícilmente podríamos determinar la hora, pero finalizado el almuerzo nos entregamos al lugar. Unos arcos de fútbol, canchas de tenis y vóley son algunas de las atracciones, pero nuestras inexistentes raíces gauchas nos llevaron hacia la zona del sulky y los caballos, lugar que visitaríamos varias veces durante los dos días. Allí conocimos a Pico, el maestro rural devenido en gaucho durante los fines de semana, que nos guió en la recorrida por dos circuitos ya delimitados para la cabalgata, dentro de las 245 hectáreas diseñadas por Carlos Thays y que incluyen además de pinos, araucarias, casuarinas, eucaliptos, nogales y palmeras, estatuas, fuentes y glorietas que le suman encanto e historia a la estancia.
Para el que no gusta de montar a caballo, están el sulky y las bicicletas (otro de los medios para moverse a toda hora dentro del predio) o las caminatas, que pueden resultar sumamente placenteras. Como sea, el castillo siempre será testigo de nuestros pasos y seguro receptor de más de una visita.
El mismo fue construido en 1904 según diseño de los castillos franceses y con materiales traídos de Europa, incluyendo muebles de estilo, arañas con cristal de Murano, divanes y sillones estilo Chippendale y más. Una recorrida por el interior, nos llevará al salón principal con mesa oval de seis metros, a la sala de billar donde se pueden encontrar además ejemplares de libros de antaño y al salón comedor, donde se sirven desayunos y meriendas colmados de tortas y otras exquisiteces.
En cuanto a decoración, abundan también los vitraux, las lámparas y arañas y las pinturas y objetos que, además de decorar, nos sumergen en una experiencia palaciega. La escalera y los pisos de roble de Eslavonia nos conducen a las habitaciones, donde la magia del lugar se transforma en cuento y llega a los límites del sueño.
La noche nos sorprendió, como suele hacerlo en los cortos días de invierno. El fogón que ardió durante todo el día sin descanso, reunió a varios de los huéspedes alrededor y, otra vez, Pico fue el conductor. El mundo de la música y las milongas campestres que provocaron nuestras risas y el olvido del frío, fueron el preámbulo de la cena en el acogedor salón aclimatado con modernas salamandras con fuego a la vista. No quedaba mucho por hacer, más que deleitarse con un cielo estrellado para entregarse después al abrigo del castillo y al confort de las antiguas camas. El domingo nos despertaría con mucho más de ese placentero campo y la inolvidable experiencia de La Candelaria.