Viajamos a Misiones, al encuentro con las Cataratas y todas las bellezas de esta región que, a esta altura del año, afloran con todo su esplendor.
Por Esteban Goldammer / @gauchods
A las 10pm de un martes me informan “mañana 11:45 salís para Iguazú”. Esa premura y el sosiego que experimentara al día siguiente, apenas unos minutos después de mi arribo al aeropuerto de la ciudad misionera, serían el preámbulo de un viaje signado por la dualidad, por experiencias y sensaciones contrapuestas que irían incluso más allá del destino en particular, alcanzando lo más profundo de mi ser. Debo apuntar que esta fue mi segunda visita a Iguazú. Sí, como mencioné, el número dos estaría presente más de una vez a lo largo del viaje.
Algo menos de dos horas de vuelo es lo que se tarda en llegar desde Buenos Aires, en cambiar el gris distintivo de la gran ciudad para arribar a un verde conformado por tantos verdes que impacta. Con mi auto de alquiler, que aguardaba en el aeropuerto gracias a la gentileza de Argentina Rental Car, comencé a recorrer el camino hacia Puerto Argentino y a dejarme cautivar por los colores: al de la vegetación se sumó luego el de la tierra roja (producto del óxido de hierro). Con el aire acondicionado del vehículo a full (la temperatura afuera era de 37 grados), casi sin darme cuenta, empecé a disfrutar de la paz del lugar. Los llamativos carteles de precaución con siluetas de animales como el coatí, el venado o el tapir, sumados a la advertencia en cuanto a la velocidad máxima, contribuyeron a la cuestión. Así, de pronto, me encontraba en sintonía con el lugar, transitando sereno por la ruta que subía y bajaba, acompañando el desnivel del suelo.
Dos hoteles, dos estilos, para alojarse de una manera increíble
Casualmente, durante la estadía de apenas tres días debía alojarme en dos hoteles. El primero fue el Iguazú Grand Resort Spa & Casino que me recibió con algo tan preciado como un refrescante vaso de agua helada, saborizada con trozos de manzana y cítricos (después descubriría que es casi una tradición en los hoteles de la zona). Este hotel, uno de los emblemas de Iguazú, fue inaugurado en 1998 y desde entonces ha sido remodelado en varias oportunidades, permitiéndole sumar suites, renovar el casino, construir el Spa del Paraíso y Playland (sector de recreación para niños y adolescentes) y mucho más, para convertirse en el resort más lujoso de la zona.
El Iguazú Grand combina a la perfección elegancia, confort y entretenimiento, tanto para grandes como para chicos. Casi dan ganas de volver a ser niño para divertirse no sólo en su amplia pileta en tres niveles, sino también en el minigolf, la cancha de fútbol, el ajedrez gigante y hasta una pared de escalada. Los adultos pueden disfrutar obviamente del casino, pero también de los programas de spa, salón de belleza permanente, la excelente gastronomía de La Terraza (se destaca por sus carnes asadas) y el restaurante El Jardín que, con un estilo más gourmet, combina la clásica cocina europea con exquisitos sabores regionales.
Muy cerca de allí, pero casi en otro mundo, la siguiente parada en materia de alojamiento: el Mercure Iguazú Hotel Iru. Este flamante hotel (apenas tiene un año) se encuentra ubicado dentro de la reserva de la selva Iryapú, a la cual buscó integrase desde su concepción. Su construcción con forma de arácnido (vista de arriba) tuvo como premisa el respeto por la vida silvestre, su vegetación y su fauna e incluye 100 habitaciones con balcón y magníficas vistas hacia la selva y la piscina. Hospedado allí, uno no puede dejar de sentirse parte de la naturaleza y la advertencia de mantener el mosquitero cerrado para evitar el ingreso de animales (mosquitos hay, pero están lejos de ser lo que son en Buenos Aires) no hace más que confirmar que se está inmerso en la misma. Allí los sonidos, el aire, todo, ofrece una nueva perspectiva; una simple lluvia puede significar una oleada fresca de aromas, entre los que se distingue claramente el de la tierra.
El hotel en sí derrocha modernidad, confort y detalles que buscan ofrecer una experiencia de relax permanente. En ese ambiente, disfrutar de un trago al lado de la piscina o una buena cena en el restaurante, que combina gastronomía internacional con notas de sabores regionales, pueden ser un verdadero lujo.
Cataratas del Iguazú
Un viaje a Iguazú conlleva un sinnúmero de posibilidades en lo que refiere a excursiones y actividades. Si bien la tentación de disfrutar plenamente de los hoteles estaba presente, era aún mayor la de experimentar las emociones que propone este destino único, que incluye una de las 7 maravillas naturales del mundo: las Cataratas del Iguazú.
Las cataratas forman parte del Parque Nacional Iguazú, creado en 1934 y declarado Patrimonio Natural de la Humanidad (UNESCO) en 1984. Sus casi 67 mil hectáreas atesoran increíbles paisajes y una biodiversidad como pocas en el mundo: 430 especies de aves, 70 mamíferos, 1.000 especies de plantas determinadas (se calcula otro millar sin clasificar). Por supuesto que una visita de un día no permitirá apreciar esto en su totalidad, pero sí otorga una inmensa bocanada de aire fresco a cualquier rutina citadina. Y la mía no sería la excepción. Así y todo, en lo que a fauna refiere, pude apreciar los coatíes (es común verlos deambulando en las zonas gastronómicas del parque, intentando rescatar algo de alimento), monos, aves, lagartijas y algo que fue recurrente en mi breve estadía: mariposas, de todos los tamaños, formas y colores. Observar a todos estos animales en su ambiente natural y en un espacio preservado, llena cuando menos de orgullo y emoción.
Sin dudas, el gran atractivo de la zona son las cataratas. Ese inmenso caudal de agua que transporta el río Iguazú (“agua grande”, en guaraní) tiene su origen en la Serra do Mar (Brasil) y recorre 1.320 kilómetros para desembocar, previa caída de 70 metros, en el río Paraná y fascinar diariamente a miles de turistas de todas partes del mundo. Como todos allí, me dispuse a abordarlas. Antes que nada es importante destacar que es recomendable ir temprano, descansado; se camina y mucho. Asimismo, si se trata de un día de altas temperaturas y sol, llevar gorro, hidratarse permanentemente (en el parque hay kioscos para comprar bebidas y canillas con agua potable) y no olvidar la protección solar.
Observar a todos estos animales en su ambiente natural y en un espacio preservado, llena cuando menos de orgullo y emoción.
Apenas ingresado al parque y, casi instintivamente (los senderos y la marea humana me arrastraron), me dirigí al Tren de las Cataratas, un pintoresco trencito a gas que sale cada 30 minutos para recorrer los 3,6 kilómetros desde la Estación Central hasta las estaciones Cataratas y Garganta. Apenas arribé a la primera parada, la dualidad se presentó ante mí nuevamente: Paseo Superior y Paseo Inferior, dos formas muy distintas de experimentar las cataratas. El primero es un recorrido de 650 metros que finaliza en el salto Guardaparque Bernabé Mendez y tiene como particularidad que uno observa los saltos desde arriba, viendo como el agua se va abriendo paso entre piedras y troncos para entregarse finalmente a la caída. A medida que se avanza por el sendero (muy bien señalizado, como todo el parque en general), el visitante puede obtener distintas panorámicas; es prácticamente imposible contener el impulso de fotografiar aquellos paisajes que, en días soleados, regalan un sinfín de arcoíris a lo largo de la jornada. Los saltos Adán y Eva y Bossetti forman parte de este recorrido junto a los saltos Chico y Dos Hermanas, que se aprecian mejor desde el Paseo Inferior. Este último circuito tiene un recorrido de 1.400 metros (2 horas) y la particularidad de que uno vivencia los saltos mencionados además del Alvar Nuñez y el Lanusse. Vivenciarlos significa escuchar el murmullo del río, percibir la espuma de cerca y hasta adentrarse en la caída de agua para sentir las gotitas o dejarse empapar, dependiendo de qué tan cerca se acceda en la pasarela y el tiempo de permanencia en la misma.
El Paseo Inferior es más sombreado, por lo que puede ser conveniente dejarlo para el mediodía o tarde. Desde allí se accede a las excursiones náuticas (con tarifas adicionales a la entrada al parque): la que cruza al visitante a la isla San Martín para realizar un recorrido agreste de 700 metros (2 horas y alto grado de dificultad) y la que permite la aproximación a los saltos argentinos más importantes y proporciona un inolvidable “bautismo” en las caídas de agua, además de la vista de los saltos brasileños.
Una visita al viejo hotel Cataratas, que data del año 1948, y a la exposición fotográfica que, entre otras cosas permite recordar la gran sequía del año ´78, completaron mi recorrido. De allí me dirigí nuevamente al trencito con destino a “Garganta”, caminé los mil cien una cosa: hubiera descendido veinte veces.
Y ahí no terminó la cosa, porque el rappel húmedo fue la siguiente parada. Pensar que sería lo mismo o acaso similar, fue un error. La emoción de este tipo de descensos se ve sobredimensionada por el agua. Entre risas incontenibles a medida que nos empapábamos, fuimos uno a uno bajando a través de la catarata.
Apenas un rato después, completamente mojados, iniciamos la caminata a través de la selva que nos conduciría de vuelta a los vehículos y al canopy. En el camino, nuevamente el placer de disfrutar de la abundante vegetación y el fresco que proporcionan las plantas en relación a las zonas despejadas del monte. Las orquídeas amarillas (Miltonia, su nombre científico) sobre los troncos y la cantidad de helechos sorprenden tanto como descubrir que hay un árbol comestible: el yacaratiá, una especie ya conocida por los guaraníes, que utilizaban su madera como recurso de supervivencia en la selva. Hoy se valoran sus fibras y minerales para la confección de confituras (las golosinas de madera) y dulces, que me encargué de buscar en Puerto Iguazú antes de mi regreso a Buenos Aires.
De repente, nos encontramos frente a un árbol de unos 50 metros, con una gran escalera y una estructura (a 25 metros del suelo aproximadamente) desde donde iniciaríamos un descenso de 600 metros en tirolesa, sólo interrumpido por dos paradas intermedias. A través de árboles y plantas, sujetos a la polea y con todos los elementos de seguridad necesarios, todos los integrantes de la excursión recorrimos la distancia que nos separaba del final del trayecto. Sin dudas, una experiencia para vivir también más de una vez.
Tres fronteras y un catamarán
Después de tanta actividad, venía bien un momento de relax y vivir un momento placentero. Desde la zona del puerto, tomé la excursión que bajo el slogan “Tres naciones, dos ríos, un lugar” propone Cruceros Iguazú. Durante algo más de una hora y media, con guía a bordo, servicio de bar y un show de música en vivo, navegamos primero por el río Iguazú hasta el puente internacional Tancredo Neves, que une nuestro país con Brasil, y luego por el río Paraná. En la confluencia de ambos ríos y bajo el sol del atardecer se puede disfrutar de la vista única que proponen las tres costas: Argentina, Brasil y Paraguay, incluida la postal del Hito Tres Fronteras desde el agua. De a poco, la noche fue cayendo y el jolgorio en el interior del catamarán despertó mi curiosidad. Me acomodé en una de las mesas y ya con un trago y algo de comer a mano, me dispuse a disfrutar del show. Un tecladista y un cantante arengaron e hicieron cantar y bailar a visitantes de diferentes edades y nacionalidades. El clima de fiesta y diversión sólo se vio interrumpido por la llegada al puerto. Sin dudas, un paseo distinto.
Un capítulo aparte: la comunidad indígena Yasy Porá
El día amaneció con lluvia, por lo que los planes se vieron modificados repentinamente. Una visita a la comunidad indígena que se encontraba cerca del hotel resultó ideal para ese día, aunque más tarde descubriría que hubiera sido mejor con condiciones climáticas más benignas, que me permitieran adentrarme en la vida de esa gente (el barro lo imposibilitó).
Vale aclarar que son varias las tribus asentadas en una porción de 600 hectáreas cedidas por el gobierno (aunque en la realidad usufructúen 300 hectáreas), pero Yasy Porá, según me informaron, es la que más pura y fiel a sus costumbres se mantiene.
Apenas estacioné el auto frente a esa especie de quincho con techo de fibra de vidrio que lo teñía todo de verde, me recibió un panorama contrastante con el “cinco estrellas” que acababa de dejar hacía unos minutos; algo desolador, tal vez acentuado por la misma lluvia. Allí atendían dos mujeres, mientras un par de niños y un perro correteaban alrededor de las mesas que contenían las artesanías, la base del sustento de las treinta y cinco familias que conforman la tribu al mando del cacique Roberto Moreira, a quien tendría el placer de conocer más tarde. Más allá, una choza de troncos y barro y un par de casas de madera y techos de chapa que evidenciaban, por un lado, cierta precariedad y por el otro, la ayuda que reciben estos descendientes de los habitantes originarios de esta zona: los guaraníes.
Nos recibió Hermes, un joven que al ratito nomás nos presentó a Lidio Martínez, la mano derecha del cacique y quien, junto a este, mantiene contacto con ONU Redd, el programa de colaboración de las Naciones Unidas para la reducción de emisiones de la deforestación y la degradación de bosques en los países en desarrollo. Unos minutos después apareció ante mí Roberto, delgado, 40 años, con la tez curtida y una remera con la leyenda “Aujevete” –Saludo- “Nos entusiasma que consideres caminar con nosotros para que nos reconozcas y lleves nuestro mensaje al mundo que nos rodea”. No caminamos, nos dirigimos al costado, a una chocita abierta donde me senté; el cacique se acuclilló ante mí y se mantuvo prácticamente en esa posición durante gran parte de la charla.
jer y sus siete hijos, y volver a la selva. “Sentí que tenía que dejarlo todo, no lo podía explicar, quería volver al principio”, argumentaba con los ojos entre lágrimas… tenía luz, agua, heladera y dejé todo para encontrar mi ser. Descubrí que con un poco de la naturaleza tenés todo”. Así, casi involuntariamente se convirtió en cacique. ”No quería ser cacique, no me gusta imponerme y siempre pensé que eso debía hacer un líder, pero descubrí que no. Hoy pregunto continuamente si estoy haciendo las cosas bien, lo tengo a Lidio que me aconseja y le doy a las 142 personas que viven en la comunidad la libertad de hacer lo que sienten. Nunca un castigo, en lugar de eso hablamos.”
Conversamos un poco de las costumbres y Roberto señaló que tienen una escuela donada por el cantante argentino Semino Rossi, a la que concurren los chicos, una maestra de la ciudad y un auxiliar local que mantiene vivas las tradiciones de la tribu. El Cheramoi
–abuelo- es el médico, “tiene contacto con la naturaleza, sabe todo sin ver”. A las cinco de la tarde, todos los días, se apagan los pocos televisores y radios que poseen porque “es el tiempo espiritual”. Se reúnen en el lugar especial y durante 3 o 4 horas los chamanes danzan, golpean el Tacuacú, escuchan el sonido de la tierra y fuman tabaco en pipas, ya que “ayuda a mantener la pureza del espíritu”.
Sorpresa me causó saber que Roberto había visitado Buenos Aires y más aún su definición de la gran ciudad: “Un desierto, asfixiante, no se sabe a dónde quiere ir la gente… están todos apurados; acá tenemos todo el tiempo”. Una definición que aún hoy, ya arribado en la gran ciudad, repiquetea en mi cabeza. El reflejo de dos sociedades contrapuestas que, como me dijera el sabio cacique de apenas 40 años, “buscan un equilibrio que no encuentran”.