Cuando la muerte golpeó mi puerta, le dije “No estoy listo”. Con aire simplón y cierta condescendencia expresó “Negro, decime algo que yo no sepa”.
Aquella mañana de octubre me desperté enérgico, lleno de vida, como hacía tiempo no sucedía. Puse la pava sobre el fuego de la cocina y me dirigí hacia el baño. La ducha parecía estar a la temperatura justa: ni muy caliente ni demasiado tibia, en el punto exacto de la gratificación. Sin saberlo, la disfruté como si fuera la última. Después me sequé y un impulso ajeno a mi existencia, me hizo dibujar un “smile” en el espejo. Estaba de particular buen humor, animado quizás por el encuentro pactado para más tarde con una mujer que había conocido a través de las redes sociales y con la que venía mensajeándome primero con timidez, después con ternura y finalmente con pasión arrebatada, hablando en términos de temperatura. Hacía tiempo que estaba solo, pero los aires estaban cambiando. Después de varios meses sin trabajo, arranqué un proyecto propio que empezaba a caminar; una serie de problemas familiares
que me aquejaban se esfumaron con la misma velocidad con que se habían enquistado. El futuro por fin tenía aspecto de futuro y no sólo de pesadumbre y derrota inevitable. La vida me empezaba a sonreír nuevamente, como ese simple “smile” que ahora transpiraba y se desdibujaba por razones meramente físicas, ajenas al concepto de presagio. Hasta mi gato parecía evidenciar un cambio que yo atribuí a la renovación energética, pero que más tarde entendería como resultado de su mayor conexión con la naturaleza. Mi mascota se despedía presintiendo quién estaba al otro lado de la puerta; yo tuve que abrirla para entender de qué se trataba.
“¿Justo ahora que la cosa mejora?”, le pregunté a la parca. “Así es la vida”, fue todo lo que obtuve por respuesta