Estancia La Candelaria

Estancia La Candelaria, una buena opción para el fin de semana.

Fotos: Gentileza La Candelaria

Algo más de una hora separan Buenos Aires de la localidad de Lobos; la vorágine de la ciudad, de la tranquilidad del campo; los edificios modernos de Puerto Madero, del increíble castillo de estilo francés y las construcciones coloniales. Y la lista podría seguir evidenciando contrastes, porque un fin de semana en la estancia La Candelaria irremediablemente conecta con el pasado, con costumbres y vivencias gauchas, y días y noches regados de un sosiego que se acentúa aún más con los fríos del invierno. Pero es mejor ir de a poco, porque este lugar es para disfrutarlo así: con calma.

En el kilómetro 114,5 de la Ruta Nacional 205, apenas señalizado por un cartel pequeño en la tranquera, se encuentra el acceso a la estancia: un camino de tierra típico de campo que, después de varios postes y vacas de gran tamaño, acerca un portón que anticipa lo que será la visita en cuanto a verdes y vegetación. Flanqueados por casuarinas y eucaliptos añosos, nos fuimos adentrando en la experiencia. Al final del camino esperaban la pulpería, la recepción, los salones y los edificios que albergan algunas de las habitaciones, ya que las otras se encuentran en el castillo, donde nos alojaríamos nosotros. En el salón principal un exquisito asado y el show de malambo y bailes cautivaban por igual a un público compuesto tanto por huéspedes como por asistentes al “día de campo”.

Difícilmente podríamos determinar la hora, pero finalizado el almuerzo nos entregamos al lugar. Unos arcos de fútbol, canchas de tenis y vóley son algunas de las atracciones, pero nuestras inexistentes raíces gauchas nos llevaron hacia la zona del sulky y los caballos, lugar que visitaríamos varias veces durante los dos días. Allí conocimos a Pico, el maestro rural devenido en gaucho durante los fines de semana, que nos guió en la recorrida por dos circuitos ya delimitados para la cabalgata, dentro de las 245 hectáreas diseñadas por Carlos Thays y que incluyen además de pinos, araucarias, casuarinas, eucaliptos, nogales y palmeras, estatuas, fuentes y glorietas que le suman encanto e historia a la estancia.

Para el que no gusta de montar a caballo, están el sulky y las bicicletas (otro de los medios para moverse a toda hora dentro del predio) o las caminatas, que pueden resultar sumamente placenteras. Como sea, el castillo siempre será testigo de nuestros pasos y seguro receptor de más de una visita.

El mismo fue construido en 1904 según diseño de los castillos franceses y con materiales traídos de Europa, incluyendo muebles de estilo, arañas con cristal de Murano, divanes y sillones estilo Chippendale y más. Una recorrida por el interior, nos llevará al salón principal con mesa oval de seis metros, a la sala de billar donde se pueden encontrar además ejemplares de libros de antaño y al salón comedor, donde se sirven desayunos y meriendas colmados de tortas y otras exquisiteces.

En cuanto a decoración, abundan también los vitraux, las lámparas y arañas y las pinturas y objetos que, además de decorar, nos sumergen en una experiencia palaciega. La escalera y los pisos de roble de Eslavonia nos conducen a las habitaciones, donde la magia del lugar se transforma en cuento y llega a los límites del sueño.

La noche nos sorprendió, como suele hacerlo en los cortos días de invierno. El fogón que ardió durante todo el día sin descanso, reunió a varios de los huéspedes alrededor y, otra vez, Pico fue el conductor. El mundo de la música y las milongas campestres que provocaron nuestras risas y el olvido del frío, fueron el preámbulo de la cena en el acogedor salón aclimatado con modernas salamandras con fuego a la vista. No quedaba mucho por hacer, más que deleitarse con un cielo estrellado para entregarse después al abrigo del castillo y al confort de las antiguas camas. El domingo nos despertaría con mucho más de ese placentero campo y la inolvidable experiencia de La Candelaria.

www.estanciacandelaria.com

Manaos, del caucho al verdadero tesoro.

Manaos, la ciudad que hace un siglo brillara gracias al caucho, hoy es la puerta de entrada al tesoro más grande del planeta: la Amazonia.

Textos: Esteban Goldammer  / Fotos: @gauchods y Sandra Cartasso

Llegamos a Manaus (así el nombre en portugués) con verdadera expectativa. Eran las 3 am y el vuelo directo de Gol, recientemente inaugurado, nos acercó a esta ciudad de la Amazonia brasileña que conoció la gloria entre 1890 y 1920. Por aquellos años la fiebre del caucho la convirtió en la primera ciudad de Brasil con luz eléctrica y sistema de acueducto y alcantarillado, además de dotarla de su condición de pionera en el uso del tranvía eléctrico, por delante de Nueva York y Boston.
La temprana hora de arribo nos condujo directamente al hotel. El corto viaje apenas nos permitió reconocer las instalaciones del Estadio Mundialista que, como suele suceder post mundial y con una ciudad que tiene sus equipos en lo que sería una categoría D, tiene hoy poca utilidad. Nos esperaba el Casa Teatro, un pequeño hotel boutique que ya tiene proyecto de ampliación y que destaca no sólo por la cálida atención, sino también por su inmejorable ubicación (a tan sólo 100 metros del Teatro).


Justamente, el Teatro Amazonas es el principal patrimonio cultural del Estado y es considerado el 4º a nivel mundial por su confort, acústica y demás características. Por este motivo recibe la visita de numerosas compañías y es sede anual del reconocido Festival de Ópera del Amazonas. El mismo fue construido durante 15 años con materiales traídos de Europa e inaugurado en 1896. Así como otros importantes edificios de la ciudad (el Palacio Rio Negro -ex Palacio Scholz-, el Palacete Provincial o el Palacio de Justicia), evidencia el lujo y esplendor de la Manaos cauchera, historia que conoceríamos aún más con la visita al Museo del Caucho. Este sorprendente teatro se encuentra emplazado frente a la plaza San Sebastián que para nuestra sorpresa, tiene sus veredas con un juego de ondas blancas y negras idéntico al de las playas de Rio de Janeiro. En puja constante con los cariocas, los manauaras aseguran que estas fueron construidas con anterioridad y remiten a los colores de la arena de extrema blancura y el río Negro.

Caucho, aborígenes y división de aguas
Por la mañana, después del desayuno, nos dirigimos al concurrido puerto de la ciudad, donde además de establecerse dos importantes mercados (el de frutas y verduras y el de pescados) que exhiben la riqueza de esta zona de Brasil, parten y arriban múltiples embarcaciones. Allí, a bordo del barco de Amazon Explorers, navegamos las oscuras aguas del río Negro, el mismo que en 2012 registró la mayor crecida en su historia.
Después de una media hora de viaje, arribamos al Museo del Caucho, donde nos interiorizamos acerca de los trabajos en las plantaciones, así como de la forma de vida de la época. Supimos de excesos, como prender cigarros con billetes de cien dólares o la costumbre de enviar la ropa para que sea lavada en Portugal (un poco por excentricidad y otro poco por temor a las oscuras aguas del río Negro). También descubrimos la esclavitud pseudo encubierta de aquellos años, donde los obreros eran llevados a las plantaciones con falsas promesas de riqueza y la imposibilidad de huir de ese destino, al menos con vida. Y además, pudimos entender y vivenciar todo el proceso desde que se corta el Hevea Brasiliensis (también llamado seringueira o árvore da borracha) hasta que brota el látex blanco que, sometido al calor, permitía formar grandes bolas de caucho negro. Y claro, entender la decadencia de una sociedad a partir del fin del monopolio amazónico a manos de Malasia y la caída del precio mundial del caucho.
La excursión continuó y unos minutos después nos dejaba en manos de los aborígenes. Por supuesto no hubo nada que temer, sino todo lo contrario. Nos recibió el cacique de una comunidad que se abre al público para mostrar sus rituales y costumbres. Se trata de una de las 42 tribus reconocidas y censadas, a diferencia de otras que se conoce su existencia pero se mantienen aisladas y vírgenes en la Amazonia profunda.
Dentro de una gran choza, un grupo de aproximadamente treinta integrantes conformado por hombres, mujeres y niños, con el torso desnudo y las caras pintadas, nos abrió las puertas a una cultura distinta basada en la conexión con la naturaleza. Los aborígenes nos enseñaron su ritual de danza y hasta nos hicieron partícipes del mismo. La visita fue breve, pero enriquecedora. Nos embarcamos nuevamente, no sin antes probar las hormigas coloradas tostadas que gentilmente nos convidaron.
El mediodía nos sorprendió y el almuerzo buffet en un clásico restaurante sobre el agua, nos acercó a sabores típicos de esta zona de Brasil. Por supuesto, no faltó el pescado en el menú, un clásico de Manaos. Con el estómago lleno y las energías recuperadas, continuamos la travesía en busca de aquello de lo que tanto nos habían hablado: la confluencia de las aguas de los ríos Negro y Solimões (Amazonas). El espectáculo es verdaderamente fascinante y único: por diferencia de densidad, temperatura y velocidad de las aguas, estos dos ríos no se mezclan, sino que muestran un claro límite entre uno y otro a lo largo de más de 15 kilómetros. ¡Inolvidable!

Entrando a la Amazonia
Lo de gran pulmón del planeta en referencia a la Amazonia brasileña no es exagerado, la exuberancia es enorme y la biodiversidad, única. Nuestro objetivo era sentir la naturaleza, vivirla de cerca y para eso, nos dirigimos al Mirante do Gavião, un resort ecológico enclavado en el municipio de Novo Airão, a 200 km de Manaos, sobre la ribera del río Negro. En medio de lluvias que menguaron por la tarde, tomamos la ruta e hicimos una única parada técnica que nos permitió probar algunas de las futas de la región como el Inga o el Biribá, de sabores extraños pero dulces. En referencia a las mencionadas lluvias, podemos decir que son típicas de la región, así como el calor y la humedad. No así los mosquitos que, para nuestra sorpresa, no los había en la magnitud esperada (dicen que es por el ph del agua del río Negro).
Casi llegando a destino hicimos un stop en “A flor du luar”, un restaurante flotante que es todo un clásico de la zona, al que se accede por apenas un endeble tablón de madera. Debemos reconocer que el lugar hace honor a su nombre, ya que prepara unos exquisitos pescados como el pirarucú o el tunuraré y unos bolinhos de tapioca y queso con salsa que quedarán en nuestra memoria. Desde luego acompañamos los platos con sendas caipirinhas de lima y maracujá, por lo que el almuerzo resultó sumamente gratificante.
De allí nos dirigimos a otro de los imperdibles de la Amazonia: el encuentro con los famosos delfines rosados (Inia geoffrensis) en el flutuante Boto Cor-de-rosa (flotante delfín color rosa) de Marilda Medeiros, que se presenta como encantadora de estos animales. Después de una breve charla introductoria, pudimos ver como alimentaban con pirañas a estos fantásticos animales que nacen con su piel gris, pero la van cambiando hacia la adultez, producto del desgaste de la misma en su frecuente nado entre los manglares. Estos animales son un poco menos agraciados que sus parientes marinos, pero no por eso menos llamativos y cautivantes.

Mirante do Gavião Resort Hotel
Sin dudas, el Mirante do Gavião (Mirador del Gavilán) merece un párrafo aparte. Este resort ecológico sorprende con su perfecta arquitectura en madera (con forma de casco de barco), totalmente integrada a la naturaleza, permitiendo disfrutarla de múltiples formas durante la estadía.
Vale aclarar que el poblado de Novo Airão se caracteriza por la construcción de embarcaciones, por lo que no fue difícil encontrar la inspiración al momento de diseñar y construir el hotel, que debe su nombre a un mirador frecuentado por gavilanes, al que se accede por una escalera caracol no apta para cardíacos.
El hotel tiene tan sólo siete habitaciones enclavadas en la frondosa vegetación, que se destacan por su comodidad, una exquisita decoración y terrazas para disfrutar de una tarde apacible y vistas privilegiadas del río Negro y el Archipiélago de Anavilhanas.
Desde el Mirante se realizan excursiones incluidas en los paquetes de estadía y programas de navegación de 4 a 8 días, en embarcaciones propias donde destacan el lujo y la gastronomía, además de un acercamiento más intuitivo a la naturaleza. Nosotros estaríamos tan sólo dos días, por lo que nos dedicamos a disfrutar de la pileta y los kayak, el SUP y las aguas cálidas del río Negro.

Naturaleza en estado puro
Anavilhanas es el mayor archipiélago de agua dulce del mundo, con cerca de 400 islas, centenares de lagos y ríos y una riqueza animal y vegetal enorme. Durante nuestra estadía tuvimos la oportunidad de vivir dos experiencias bien disímiles, ya que recorrimos los manglares de día y de noche.
El recorrido diurno incluyó una visita a la Comunidad de Sobrado, donde residen los Caboclos (mezcla de indígenas con blancos) que viven en armonía con la naturaleza. Pero la parte más emocionante fue adentrarnos en la selva para ir identificando especies de árboles nativos y conocer sus propiedades en un recorrido que tuvo mucho de aprendizaje y supervivencia, identificando las plantas y conociendo sus propiedades, encendiendo fuego con apenas un chispazo o usando el ácido de las hormigas como repelente de mosquitos. La observación de aves, insectos, monos y otros animales, a veces mimetizados con la vegetación, también fue parte de una emocionante caminata de cerca de dos horas.
Por la noche la experiencia fue mágica o profunda. Navegar entre los manglares, con los sonidos de la selva y la oscuridad acechándonos, en busca de los ojos brillosos que determinen la presencia de algún yacaré, dotaba a la jornada de una adrenalina especial. El ruido del motor y el resplandor proyectado por la luz parecían nuestro único contacto con la civilización y el conductor (quien debía devolvernos a buen puerto) era quien descendía y comenzaba a caminar con el agua a la altura de las rodillas, en ese caldo habitado por reptiles. Afortunadamente, sabía lo que hacía y pudimos apreciar bien de cerca (los tocamos, o sea que demasiado cerca) dos ejemplares de yacaré: una cría y un adulto de aproximadamente 1,50 m. Con la misión cumplida, regresamos al hotel para disfrutar de la exquisita cena y comentar las experiencias de lo que para todos fue un inol­vidable encuentro con la Amazonia.

Directo a Manaos Gol – Linhas Aéreas Inteligentes comenzó a operar el 4 de febrero de este año el vuelo directo que une Buenos Aires con la ciudad amazónica. Por ahora la frecuencia es de un vuelo semanal (se prevé sumar más), partiendo de Manaos los días sábado a las 15:35 y regresando desde Ezeiza a las 23:15. El vuelo se realiza en aviones Boeing 737-800 y tiene tan sólo 5 horas de duración. www.voegol.com.br/es

www.visitbrasil.com/es/

De bares: Florería Atlantico

En Retiro, donde a principios del siglo pasado llegaban miles de inmigrantes de distintos países de Europa, el bar Atlántico rinde tributo a una época y se posiciona como uno de los mejores bares del mundo.

Faltan apenas unos minutos para las 19 hs. y un grupito de personas se agolpa a la espera de la apertura del local. Lo que para el transeúnte desprevenido puede ser algo incomprensible, ya que nos encontramos a las puertas de una florería cerrada, para nosotros (los que allí esperamos) es una escena vivida o, al menos, conocida por alguna palabra amiga o nota periodística. Y es que ese espacio con cierto aire minimalista, con flores y botellas de vino expuestas para la venta, esconde un secreto no tan secreto que se devela cada noche, a la hora señalada (días hábiles a las 19 y sábados, domingos y feriados a las 20). Continuar leyendo “De bares: Florería Atlantico”

Iguazú y una aventura signada por la dualidad

Viajamos a Misiones, al encuentro con las Cataratas y todas las bellezas de esta región que, a esta altura del año, afloran con todo su esplendor.

Por Esteban Goldammer / @gauchods

A las 10pm de un martes me informan “mañana 11:45 salís para Iguazú”. Esa premura y el sosiego que experimentara al día siguien­te, apenas unos minutos después de mi arri­bo al aeropuerto de la ciudad misionera, serían el preámbulo de un viaje signado por la dualidad, por experiencias y sensaciones contrapuestas que irían incluso más allá del destino en particular, alcanzando lo más profundo de mi ser. Debo apuntar que esta fue mi segunda visita a Iguazú. Sí, como mencioné, el número dos estaría presente más de una vez a lo largo del viaje. Continuar leyendo “Iguazú y una aventura signada por la dualidad”

Muñeca

Tiró la muñeca con cierto desdén, como quién intenta olvidar lo sucedido y dar vuelta una página. No tenían una relación de mucho tiempo, apenas unos años compartidos entre juegos y sueño. Pero suficientes para generar un vínculo, un cariño, una necesidad. Es cierto que no era la primera vez que por alguna razón, esa conexión especial se rompía y la distancia se hacía eco entre ambos. A veces la ruptura duraba apenas unas horas; otras se prolongaba durante días y hasta semanas, como si no fuera posible esa reconciliación que se terminaba dando de manera natural y hasta necesaria. Pero esta vez había un dejo de despecho en el aire, una desilusión imposible de soslayar. Ahí tirada sobre la cama, incapaz de articular palabra alguna, la muñeca se desvanecía en intenciones truncas con esa mirada estática y sin emoción. Bastaba observarla unos segundos para predecir el final.
No había historia juntos que pudiera remediar aquella situación. Ya no. Volvió a la habitación y tomó la muñeca entre sus manos. La acarició y con cierta nostalgia nublada por lágrimas que no pedían permiso, la observó queriendo decirle todo lo que no había dicho hasta entonces. Hizo caso omiso a la razón y dejó que las palabras fluyeran: que la quería con el alma; que lamentaba todo
pero que ya estaba grande para muñecas; que en ese estado deplorable ya no había razones para prolongar algo que debía haber hecho hace tiempo. Y así, en cierta forma, se iba justificando y elaborando el duelo necesario para superar el mal trance. Había un dejo de culpa en sus frases, pero era reprimida con la misma contundencia que otras veces.
Esa ceremonia de despedida no duró mucho, de ahí a meterla en una bolsa de basura habrán pasado escasos minutos. Y de eso a estar googleando y buscando una nueva muñeca inflable, nada.

India: de amor, pasión y muerte.

La India sorprende, moviliza, inspira. Un recorrido por tres ciudades emblemáticas y sus tradiciones y costumbres, nos acerca a un país realmente fascinante.

Por Esteban Goldammer / @gauchods

Veinticuatro horas después de dejar Nueva Delhi, aterricé en Buenos Aires con la certeza de haber vivido una experiencia única en mi vida. Toda la expectativa de los días previos al viaje se vio ampliamente superada con una buena dosis de realismo y por qué no, surrealismo. Mi mente occidental, aún preparada con ciertos conocimientos de la cultura hindú, se encontró naufragando en las aguas del Ganges, por decirlo de alguna manera. Es que el abismo cobra sentido cuando uno se adentra en las religiones, creencias, costumbres, tradiciones, idiomas, ceremonias, arte, valores y forma de vida de la India y su gente.
Primero que nada creo que es preciso destacar que uno debe abrir su cabeza para recibir el vendaval de información que proporciona el subcontinente indio. Con el término vendaval no me refiero a cantidad (también es mucha) sino a la calidad y características de la misma. Uno debe entregarse al paisaje y disfrutarlo, casi como un niño que comienza a descubrir el mundo. Las imágenes tal vez no sean siempre las que soñemos o queramos ver, pero sin dudas garantizan una experiencia distinta y sumamente enriquecedora e invaluable.
Si bien mi puerta de entrada a India fue Nueva Delhi, quedará para otra oportunidad la descripción de esta ciudad capital con 30% de espacios verdes y 25 millones de habitantes (la segunda más poblada del mundo). Vale aclarar que la población total de la India supera hoy los 1.200 millones y debo confesar que, si bien el país es grande, en ciertas situaciones parecen notarse, como en el caso del tráfico. Circular por las calles en la India es, seguro, la primer sorpresa que depara este país. Autos, buses, motos (muchas, pero muchas en serio), carretas arrastradas por animales, carretillas de mano cargadas sobremanera y manejadas y empujadas por hasta tres personas, bicicletas, cycle rickshaw (bicicletas para dos y tres pasajeros) y tuc tuc (clásicas mototaxis), conviven con peatones y vacas en lo que Daniel Moynihan (ex embajador americano en India) describiera hace años como una “anarquía funcional”. Una linda manera de denominar a este caos organizado que por momentos resulta hasta simpático y que, para sorpresa occidental, carece en gran parte de semáforos y no concluye en riñas masivas y generalizadas de conductores. El consejo: mirar hacia ambos lados de la calle y cruzar rápido.

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Amor en Agra
Después de recorrer otras ciudades de India, podría decir que Agra tiene una fisonomía distinta, más espaciosa y hasta más limpia. Debo aclarar que mi visita coincidió con la de los duques de Cambridge, por lo que eso puede explicar las razones de la pulcritud a mi llegada. Por lo demás, la visual se repite: mucha gente en las calles; saris (vestidos típicos de las mujeres) que cautivan con su colorido y dejan parte del abdomen al descubierto, contraponiéndose al negro absoluto de las burcas que lucen algunas de las musulmanas y que también forman parte del paisaje (India es el tercer país del mundo en cantidad de musulmanes después de Indonesia y Pakistán). Ah, y claro, insistentes vendedores (básicamente en monumentos y mercados) que persiguen al turista y pueden hacer que algo que cuesta 500 rupias pase a 400, 300, 200 y hasta 100 en una pequeña fracción de tiempo (es importante saber que en este país el regateo no sólo es una posibilidad, sino una exigencia).
La ciudad de Agra, en el estado de Utar Pradesh, fue capital del Imperio Mogol entre los siglos XVI y XVIII y ostenta una de las “Siete maravillas del mundo”: el Taj Mahal. Este mausoleo del siglo XVII, a orillas del río Yamuna, cautiva tanto por su fascinante arquitectura como por la historia de amor que motivó su construcción. Hacia allí me dirigí temprano, dado que la visita de los príncipes Guillermo y Catherine preanunciaba el cierre al público del mal llamado palacio.
El príncipe Khurram tenía 16 años cuando se topó con Arjuman Bano Begum, conocida más tarde como Mumtaz Mahal (La elegida del Palacio), en el Meena Bazzar, un mercado semanal que tenía lugar los viernes. La historia dice que inmediatamente quedó perdidamente enamorado de su belleza y años más tarde se casaron. Después de felices años de matrimonio, Mumtaz, quien fuera la tercera esposa y favorita del príncipe, falleció en Burhanpur durante una campaña de su marido, por entonces el emperador Shah Jahan, al dar a luz a su catorceavo hijo. En su lecho de muerte le hizo prometer al majaraha que no tendría hijos con otra mujer y que construiría una tumba hermosa que le recordara a las generaciones futuras su historia de amor.
Se dice que el emperador entró en una gran depresión y lloró profundamente la muerte de su amada, pero cumplió su promesa. Después de 22 años, más de 20.000 trabajadores y 15.000 elefantes que transportaron los pesados bloques de mármol blanco desde las minas de Makrana (a 325 km de distancia), concluyeron esta fantástica obra que es la máxima expresión de la arquitectura musulmana e islámica.
El edificio sorprende por los jardines y el agua que lo anteceden (asociados al paraíso por el Islam) y por su perfecta simetría, únicamente rota por la tumba de Shah Jahan, colocada junto a la de su amada esposa. El plan original del emperador era realizar otro Taj Mahal negro al otro lado del río Jamuna y unir ambos edificios con dos puentes (uno blanco y uno negro), pero su hijo Aurangzeb formó una rebelión y tras derrocarlo y declararse emperador, lo mantuvo prisionero en el palacio de Agra durante 8 años, hasta que una mañana fue encontrado muerto mirando, como no podía ser de otra manera, hacia el Taj Mahal.
El mausoleo está emplazado sobre una basamento de algo menos de 7 metros de altura y 100 m2 de superficie. La cúpula exterior del edificio octogonal mide unos 60 m de altura, al igual que los cuatro minaretes que lo enmarcan.
Dos edificios casi idénticos flanquean el mausoleo: la Mezquita (al oeste) y el Mihman Khana o salón de actos (al este).
Un acercamiento al edificio principal permite apreciar las incrustaciones de mármol negro (inscripciones en árabe) y piedras semipreciosas, así como el trabajo de tallado del mármol.

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Camino a Khajuraho
Un viaje en tren hacia Jhansi y luego traslado hasta la ciudad medieval de Orchha, que se distingue por sus templos, palacios y cenotafios, para luego emprender camino hacia Khajuraho, fue la continuación de mi recorrido por este magnífico país. Tal vez y sin ánimo de demorarme en la descripción del destino final, debo detenerme en algunos aspectos del trayecto mencionado.
El tren en India es toda una experiencia en si misma. La espera en una estación plagada de gente, mujeres y niños sentados en el piso, hombres relajadamente acuclillados (lo intenté, pero mis articulaciones y músculos no me lo permitieron), una vaca en plena vía empujada al compás de la bocina de la locomotora que intenta seguir su camino, el altoparlante escupiendo frases en un incomprensible indi y en un más ameno inglés (la segunda lengua del país), son sólo algunas de las tantas pinceladas que le dan color a este ambiente que si no fuera por eso, tendría un aspecto apagado.
La llegada del tren me sacó del letargo y me acercó una imagen que al parecer se repite en muchos países (incluso el nuestro): la gente pugna por subir a un convoy que llega atestado. Llamaron mi atención unos vagones con compartimentos con asientos inferiores y, por encima de estos, dos pisos de cuchetas que ofician también de asientos o camas. Obviamente, estos vagones conviven con otros de categoría superior y servicio. Es ahí donde más claramente pude ver la diferencia social de la gente, porque en la calle no me resultó tan visible. Por supuesto, la clase alta se evidencia notablemente, de hecho el viaje me regaló la posibilidad de observar una procesión de casamiento con elefante, camellos, banda, fuegos artificiales y demás, típicas de alguien con gran poder adquisitivo. Vale aclarar que los casamientos en India son arreglados, es decir que son el resultado del acuerdo entre familias y que si bien la dote está prohibida, aún hoy se sigue pagando.

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La ruta, por su parte, muestra la vastedad del interior indio. Kilómetros de paisaje árido, apenas interrumpido por asentamientos al costado de la ruta, donde llaman la atención (por lo menos la mía) las bombas de agua dispuestas cada tantos metros por el gobierno para proveer agua potable a la población y los consiguientes cuencos, bidones y vasijas sobre las cabezas de mujeres, en manos de hombres o transportados sobre motos. Más allá de eso se descubre una vida apacible de pueblo, gente trabajando o sentada en grupos sobre el suelo al reparo del sol y las altas temperaturas, que aún en primavera se hacen sentir. Las mujeres, como siempre, le aportan belleza y color a la postal con sus estupendos saris.

Pasión en Khajuraho
A pesar de ser un pequeño pueblo del estado de Madhya Pradesh, en el centro de la India, con apenas unas calles alfaltadas y 20 mil habitantes, Khajuraho cuenta no sólo con aeropuerto y hoteles de cadenas internacionales, sino con fama mundial debido a sus templos, declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1986.
Los templos de Khajuraho fueron construidos durante el período de máximo esplendor de la dinastía Chandela, entre los años 950 y 1050. Originalmente, eran 85, pero en la actualidad hay sólo 22 en pie y conservados.
Debo reconocer que me sorprendió el estado de los mismos y del predio que los contiene, ya que es común en India ver palacios y monumentos faltos de cuidado o control.
En el complejo principal, observamos dos grupos de templos: hinduistas al oeste y jainistas al este (el jainismo es una rama del hinduismo que entre otras cosas cree en la no violencia). Los templos se construían para celebrar las victorias y ofrendar a alguno de los dioses que componen la trilogía hindú: Brahma (creador), Vishnu (preservador) y Shiva (destructor).
Los monumentos están construidos con piedra arenisca y cada bloque fue cincelado magistralmente antes de ser montado. Las esculturas exteriores que decoran los mismos remiten a escenas de la vida de aquel entonces e incluyen todo lo que la mente de sus creadores podía imaginar: paradas militares y procesiones religiosas, dioses y héroes épicos, actividades cotidianas, cacerías, danzas, ninfas celestiales, animales reales y mitológicos y por supuesto, erotismo y sexo con escenas de homosexualismo y zoofilia incluidas. Todo esto por fuera del monumento, porque en el interior sólo encontraremos la figura del dios o diosa al que está dedicado al templo, al igual que en el cuerpo humano (por fuera materialismo, por dentro el alma).
Dicen que la arquitectura tiene influencia tántrica. El tantrismo supone que lo que está “molestando” en la cabeza hay que hacerlo para ofrecerse a dios en estado puro. De hecho, estos templos son conocidos como los templos tántricos o del Kamasutra, por lo que es habitual encontrar a los vendedores fuera del predio persiguiendo turistas y ofreciendo, entre otros productos, versiones del famoso libro.
Es recomendable tomarse el tiempo necesario para recorrer el complejo y observar las figuras con detenimiento y desde distinto ángulo, ya que tienen innumerables detalles y el juego de luces y sombras parece dotar de vida a las magníficas esculturas. Por supuesto, habrá que estar bien provisto de agua si se lo hace a las tres de la tarde y con una sensación térmica por encima de los 40ºC como la que me ofreció a mi la recién comenzada la primavera india.
Los templos más importantes son el de Lakshama, en honor al rey que le da el nombre, dedicado a Vishnu; el de Kandariya Mahadev es el más impresionante por su grandeza, construido sobre una plataforma de tres metros y con una torre de 31 metros de altura; y Visvanatha contiene las mejores estatuas del conjunto, como la del dios Brahma.

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Arribando a Varanasi
Algo más de un par de horas de avión fue lo que me demandó llegar hasta Varanasi. El vuelo me sirvió también para apreciar un poco el desenvolvimiento familiar de un grupo de unos 15 integrantes que se movían al compás de lo que indicaba la autoridad paterna que, por momentos, incluso hasta se comportaba como si fuera el dueño de la aerolínea.
La ciudad me recibió, para variar, con un calor sofocante. Familias enteras esperaban abarrotados debajo de sombras de pequeños árboles ante el impedimento de ingresar al aeropuerto. ¿El motivo? La seguridad. Luego del atentado del 2013, los controles se han hecho exhaustivos en India, tanto es así que al ingreso de cada hotel uno debe pasar su mochila o cartera por un scanner y someterse al palpado o scanner de mano de un oficial de seguridad.
La aparente calma de pueblo del interior, a pesar de ser una ciudad de 4 millones de habitantes, llamó mi atención. Sin embargo, los bocinazos, autos, motos, tuc tucs, bicicletas y peatones, rápidamente me devolvieron a la realidad india. Ah, y por supuesto, vacas! Realmente, no tengo el censo de estos animales, pero en Varanasi su población parece haberse multiplicado. Se las ve echadas, comiendo entre la basura, paradas en medio de la calle. Recordemos que en este país las vacas son sagradas y por supuesto, están fuera de toda dieta (excepto para la población musulmana o cristiana). Por supuesto, la variedad de sabores de la comida india no hace extrañar en lo más mínimo la carne vacuna, aunque en más de una oportunidad el picante, que es parte de prácticamente todos sus platos, me hizo anhelar todo aquello que mi estómago ya reconoce como propio. En más de una oportunidad el “no spice”, dejaba mi boca sin aliento. Sin embargo, también por momentos me obligué a comer picante cautivado por aromas y sabores únicos y nuevos para mi.
La comida en la calle merece un párrafo aparte. Si bien es sumamente tentadora la propuesta, no es lo aconsejable salvo que se trate de alimentos frescos o recién preparados en entornos limpios, cosa que en la vía pública es difícil de obtener. El agua es otro detalle a considerar: sólo se puede consumir agua mineral y se aconseja incluso lavarse los dientes con esta agua. Debo reconocer que respecto a estos preceptos que recibe todo viajero antes de arribar a India, me mantuve firme hasta promediar el viaje, cuando bebí tragos con hielo, comí verdura y fruta cruda en hoteles (me habían aconsejado que no lo haga) y hasta tomé “chai” (té) en la calle. Afortunadamente, el Dehli belly (como se conoce al malestar estomacal típico de quien visita la India) no me afectó.

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Muerte en Varanasi
Antes que nada, hay que aclarar que la muerte tiene otro significado para el hinduismo respecto del resto de las religiones. La creencia en la reencarnación y la vuelta a la vida en otra forma, le quita dramatismo a la cuestión.
Varanasi se encuentra a orillas del Ganges, famoso por tratarse de un río sagrado para los hindúes y ser el epicentro de dos ceremonias que bien valen la pena presenciarse.
Llegué cuando la noche comenzaba a caer, luego de un trayecto en cycle rickshaw para no demorar caminando entre multitudes y el caos vehicular. A medida que llegaba al ghat (escalera a orillas del río) y a la embarcación desde donde observaría minutos después la ceremonia, el contacto con vendedores, monjes, discapacitados pidiendo limosna, hombres, mujeres, niños, perros, vacas, monos, se hizo palpable y auguraba una noche como ninguna otra.
El Aarti es el ritual que se realiza en honor a la diosa Ganga y el Ganges. Siete Brahmanes o sacerdotes se ubican en un escenario montado debajo de coloridos paraguas de luces. Allí durante casi una hora llevan adelante una ceremonia que incluye mantras, lámparas con aceite de alcanfor y sonidos de campanas y tambores. Así como en el ghat, en el río se suman más y más embarcaciones para apreciar un evento de características únicas.
Tras dejar, al igual que muchos de los presentes, mi arreglo de flores y vela encendida flotando junto a los deseos para mis difuntos en este río místico, emprendimos la navegación hacia el ghat de cremación. Sí, apenas unos metros más allá, el fuego arde en las pilas crematorias y los cuerpos ya sin vida se suceden para ser primero purificados en las aguas del Ganjes y luego incinerados en este lugar sagrado. Esta tradición es tan vieja como la misma Varanasi que, según dicen, es la ciudad más antigua del mundo (fundada por el dios Shiva hace más de 4.000 años).
Los actos de cremación tienen un significado especial para la cultura hindú, porque aseguran al alma su liberación del ciclo de nacimiento y renacimiento. Observo en silencio desde el bote mientras tres cuerpos arden (se utilizan unos 300 kilos de madera y tardan unas 3 horas en convertirse en cenizas) y otros tantos esperan sobre las escalinatas. Mi silencio responde a la magnitud del espectáculo y al respeto, pero se hace eco con el de los participantes del rito, dado que expresar dolor o pena puede perturbar la transmigración del alma. Por esta razón y por su mayor sensibilidad, las mujeres no presencian el acto de cremación. Las cenizas serán arrojadas más tarde a las aguas del Ganjes, algo que se hace no sólo aquí en Varanasi, sino a lo largo de todo el cauce del río.
A la mañana siguiente, más temprano, otra vez me encontraba embarcado en el río, pero esta vez para apreciar otra de las ceremonias que entregan estas aguas y este magnífico pueblo. Desde temprano y con el marco del sol saliendo sobre la otra costa, los indios van llegando al Ganges para lavar sus pecados en estas aguas puras, que como todos sabemos están súper contaminadas. El espectáculo es tan colorido y magnífico como toda la India: hombres y mujeres, niños y ancianos, se entregan a Maa Ganga (la diosa Ganga) en un acto simple y festivo. Algunos nadan, los niños juegan. Más allá otros lavan sus ropas, incluso las sábanas de algún hotel de Varanasi. El momento es mágico y en cierto sentido llego a creer que realmente se purifican, al menos eso me transmite su cara de felicidad. Una felicidad que tiene todo el pueblo indio a pesar de sus consabidas dificultades y carencias. Se hace evidente, tal vez la cosa pasa por otro lado.

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Es hora

Cuando la muerte golpeó mi puerta, le dije “No estoy listo”. Con aire simplón y cierta condescendencia expresó “Negro, decime algo que yo no sepa”.
Aquella mañana de octubre me desperté enérgico, lleno de vida, como hacía tiempo no sucedía. Puse la pava sobre el fuego de la cocina y me dirigí hacia el baño. La ducha parecía estar a la temperatura justa: ni muy caliente ni demasiado tibia, en el punto exacto de la gratificación. Sin saberlo, la disfruté como si fuera la última. Después me sequé y un impulso ajeno a mi existencia, me hizo dibujar un “smile” en el espejo. Estaba de particular buen humor, animado quizás por el encuentro pactado para más tarde con una mujer que había conocido a través de las redes sociales y con la que venía mensajeándome primero con timidez, después con ternura y finalmente con pasión arrebatada, hablando en términos de temperatura. Hacía tiempo que estaba solo, pero los aires estaban cambiando. Después de varios meses sin trabajo, arranqué un proyecto propio que empezaba a caminar; una serie de problemas familiares
que me aquejaban se esfumaron con la misma velocidad con que se habían enquistado. El futuro por fin tenía aspecto de futuro y no sólo de pesadumbre y derrota inevitable. La vida me empezaba a sonreír nuevamente, como ese simple “smile” que ahora transpiraba y se desdibujaba por razones meramente físicas, ajenas al concepto de presagio. Hasta mi gato parecía evidenciar un cambio que yo atribuí a la renovación energética, pero que más tarde entendería como resultado de su mayor conexión con la naturaleza. Mi mascota se despedía presintiendo quién estaba al otro lado de la puerta; yo tuve que abrirla para entender de qué se trataba.
“¿Justo ahora que la cosa mejora?”, le pregunté a la parca. “Así es la vida”, fue todo lo que obtuve por respuesta