Entre verdes y azules de una vastedad enorme, Costa Rica deslumbra al turista y le da una lección de ecología al mundo.
Casi con seguridad, Costa Rica lo recibe a uno con un “pura vida”. La frase que curiosamente pertenece al cómico mexicano Clavillazo (Antonio Espina y Mora), quien en 1956 estrenó sin demasiado éxito un filme con ese nombre, identifica a los “ticos” desde entonces. La misma no tiene un solo significado, puede usarse en lugar de hola, adiós, que te vaya bien, disfruta la vida, todo bien y vaya a saber uno cuántas cosas más. Lo cierto es que si nos ajustamos a su significado literal, encaja a la perfección con lo que es Costa Rica y de ahí que el ICT (Instituto Costarricense de Turismo) lo haya adoptado como slogan.
Lo segundo más escuchado y en estrecha relación con lo anterior, seguramente sea la palabra “biodiversidad”. Debo confesar que primero me llamó la atención y hasta la recibí con cierta incredulidad, pero con el correr de las horas plantas, flores, animales, insectos, etc. parecieron complotarse para no sólo arrojar certeza a la misma, sino también para que yo pudiese comprender la verdadera dimensión de lo que significaba estar en este maravilloso país que, en 51.100 km2 (casi como Jujuy), alberga un 5% de la biodiversidad mundial.
De costa a costa
Costa Rica tiene algo que es maravilloso: uno puede amanecer y bañarse en las aguas del Atlántico y por la tarde estar buceando en las del Pacífico. Claro que para eso se tendrá que emprender el viaje por ruta, en la cual no sólo es imposible superar los 80 km/h sino que es probable se vaya a mucho menos que eso; así que las distancias no hay que tomarlas como acostumbramos. Además, ese viaje de una costa a otra implicará atravesar la cadena montañosa que, no sólo contiene 112 volcanes (5 activos) y divide el país por completo de norte a sur, sino que permite en días diáfanos apreciar ambos océanos. Otra posibilidad para vincular las aguas que bañan este país es sumarse a la atractiva propuesta que impulsa una ONG: “El camino de Costa Rica del Atlántico al Pacífico” (ver aparte).
La costa del Pacífico tiene una dimensión de 1.016 kilómetros, así que las posibilidades de playa están garantizadas. Allí los exclusivos resorts abundan tanto como la fauna, los manglares e incluso los colores del mar y la arena que van del negro al gris perla y del dorado al blanco. Pero nuestro viaje nos deparó una única escala en el Pacífico: Puntarenas.
Puntarenas y las historias de presos
La ventaja de Costa Rica, como dije, es la cercanía de todo. Es tener el bosque, la playa, el campo, la montaña, los volcanes, el calor, el fresco, todo a mano.
De esta forma, no resulta extraño pasar en 45 minutos de los 35 msnm (metros sobre el nivel del mar) de la ciudad marítima de Puntarenas a los 1.800 msnm de Montes de Oro, con el consiguiente cambio en la temperatura.
Puntarenas está a sólo 98 km de San José, por lo que es uno de los destinos elegidos por los habitantes de dicha capital para el desenchufe de los fines de semana y parada obligada de los cruceros que navegan por el Pacífico. La ciudad se distingue por las construcciones bajas (son pocos los edificios altos en el país) y el aire de mar que indefectiblemente conduce a uno hacia el malecón, que tiene al faro, restaurantes y bares de alrededor como anzuelos naturales. Allí degustar un plato de arroz con camarones y una cerveza escarchada, para después deleitarse con una caminata con la noche y el mar de testigos, pueden resultar un plan simple e inolvidable.
A apenas media hora de navegación en lancha desde Puntarenas se llega a la Isla San Lucas, lugar donde funcionó una prisión de máxima seguridad desde 1873 hasta 1992, año en que se cerró por su extrema crueldad y olvido de losderechos humanos. Por aquel entonces las aguas del Golfo de Nicoya estaban infestadas de tiburones que incluso eran atraídos por los guardia cárceles con comida y sangre. Hoy recorrer los 3 kilómetros que separan la isla de la costa es mucho más placentero y casi con seguridad depara el encuentro con amigables delfines. También es posible desembarcar en el muelle de la prisión y transitar la “Calle de la amargura” (calle de ingreso) sin la pesada carga de las bolas de acero y los grilletes de los condenados. Desde allí se puede llegar hasta los calabozos o pabellones y deambular entre historias como la de José León Sánchez, que llegó analfabeto y terminó escribiendo “La isla de los hombres solos”, donde narra la vida en esa cárcel que lo contuvo durante 30 años siendo inocente.
La prisión se encuentra en litigios para culminar su restauración, pero así y todo se puede apreciar un poco de lo que significó estar encerrado allí. “El hueco”, un agujero de unos cuarenta centímetros ubicado en el patio, alberga por debajo un recinto de nueve metros de diámetro donde la temperatura alcanzaba los 60ºC. De más está decir que casi en el cien por cien de los casos acababa con la vida de quien era castigado allí. Aún hoy se pueden apreciar también las inscripciones de los convictos en las paredes de los pabellones, donde destacan pinturas como la de Pelé, las de contenido sexual o “La chica del bikini rojo”, hecha con sangre de una enfermera asesinada por los mismos reos (esta versión no está del todo comprobada).
La isla San Lucas cuenta también con sitios arqueológicos indígenas, una enorme biodiversidad y playas, donde paradójicamente hoy se puede pasar el día y disfrutar del sol, el mar y la libertad.
Miramar y un viaje al pasado
El Cantón de Montes de Oro (las provincias se dividen en cantones y éstos en distritos) alberga el distrito de Miramar, que ostenta gran parte de la historia de la zona. Asentamientos indígenas, colonos, fiebre del oro y otras cuestiones se adivinan en edificios como la iglesia (hoy patrimonio histórico-arquitectónico), casonas antiguas y, por supuesto, minas.
Uno de los imperdibles de Miramar es la posibilidad de observar el Golfo de Nicoya en toda su extensión, lo que explica el nombre del distrito. La zona es además un punto de partida para, en pocos kilómetros, realizar turismo rural y aprender acerca de cultivos orgánicos (incluso algunos que utilizan el guano de murciélagos como fertilizante natural), la importante producción de café o interiorizarse sobre las plantaciones de caña de azúcar y el uso del trapiche para la elaboración, entre otras cosas, de miel de caña o “tapa de dulce” (el jugo de caña cocido y solidificado) que, rallada y con agua o leche, forma parte de la dieta de los “ticos”.
Otra de las posibilidades del cantón es hospedarse en algunos de los rústicos lodge, entregándose al pasado (olvidando el wi-fi entre otras cosas) y, por ejemplo, disfrutar del arrullo del viento por la noche o despertar entre las nubes (literalmente) para luego descubrir incontables orquídeas, plantas, insectos y aves en mágicos senderos que fluyen dentro del bosque nuboso, como me sucedió en Las Colinas Zapotal Lodge.
El Volcán Irazú y Turrialba
El viaje me deparó un breve paso por el Parque Nacional Volcán Irazú, donde se pueden apreciar el cráter Diego de la Haya, el cráter principal y hasta transitar por el área de Playa Hermosa, una terraza de origen volcánico que, sin dudas, hace a uno sentirse realmente pequeño. Desde los 3.432 metros de este volcán se pueden observar, si las condiciones climáticas lo permiten, la costa caribeña o el Volcán Turrialba, que registraba una importante y temida actividad al momento de mi visita.
En el cantón de Turrialba, además del volcán, se encuentra el Cerro Chirripó (3.820 m), el más alto de Costa Rica y el río Pacuaré que deslumbra por su belleza y atrapa a los amantes del rafting, ya que ha sido reconocido como uno de los cinco mejores del mundo para la práctica de esta actividad. Ah y claro, el Wahelia Espino Blanco Lodge, donde sólo tuve la oportunidad de almorzar pero alcanzó para descubrir que se trata de un magnífico lugar. Con apenas 10 bungalows súper confortables y a tono con la naturaleza y su conservación, rodeado de 32 hectáreas de vegetación y fauna exuberantes que incluyen además una cascada propia, este lugar mágico invita a quedarse entre verdes y sonidos únicos.
El Wahelia Espino Blanco ostenta con orgullo su Bandera Azul Ecológica (5 estrellas), un galardón que reconoce anualmente a los emprendimientos y playas de todo el país que cumplen con exigentes parámetros, en pos de asegurar la salud pública y la actividad turística.
La reflexión antes de Ujarrás y Orosí
A esa altura de mi viaje, entendía que la riqueza de Costa Rica va más allá del típico circuito turístico de playas. Sin dudas, una buena opción para visitar este país es alquilar un auto y armarse un itinerario a gusto propio, recorriendo con tiempo y descubriendo que la pasión por el fútbol se traduce en innumerable cantidad de canchas a cada paso. O descubriendo que una Soda no es una bebida, sino un restaurante al costado del camino que ganó su nombre por los norteamericanos que concurrían sedientos a pedir “soda” (gaseosa) después de largas jornadas de trabajo. Y que un “casado”, más allá del que se encuentra en matrimonio, es un plato de carnes con acompañamiento. Todos pequeños detalles que resaltan aún más cuando se suman a la hospitalidad tica y a ese interés por hacerlo a uno sentir cómodo en todo momento. Justamente lo que me esperaba en Ujarrás, donde se pueden visitar las ruinas de la Iglesia de la Inmaculada Concepción, la primera de Costa Rica (1693) y, en abril, participar de los festejos en honor de la Virgen del Rescate. Allí tuve la oportunidad de percibir la calidez de la gente del lugar y de pueblos vecinos como Orosí y Cartago, como así también de deleitarme con panorámicas de las ciudades entre montañas, nubes y ríos desde los miradores de Ujarrás y Orosí. En ese sentido también tuve lo que podríamos llamar una “función privada” desde el balcón de Rinconcito Verde, una casa de familia devenida en hotel que ofrece vistas únicas, acompañadas de ese calor de hogar que las vuelve inolvidables.
A pocos kilómetros de Orosí se encuentra el Parque Nacional Tapantí, una reserva natural de 58.500 hectáreas. El lugar registra precipitaciones anuales de hasta 8.000 mm, por lo que es probable que la visita depare algo de agua (sobre todo de mayo a octubre). La lluvia y los ríos que alberga esta reserva aseguran una biodiversidad que incluye más de 260 especies de aves, 45 de mamíferos (la danta –tapir-, el tepezcuintle, felinos como el manigordo, el león breñero y el tigrillo, el mono carablanca y más), además de 56 especies de anfibios y reptiles. Una visita imperdible para quien gusta pasar una tarde descubriendo especies únicas y disfrutar de senderos y descansos con comodidades para hacer pic-nics y asados.
Caribe, irresistible Caribe.
Decir Caribe, ya implica un atractivo especial para los argentinos, aunque este sentimiento no es exclusivo de quienes habitan nuestro país. El Caribe atrae, excita, cautiva, con sus arenas blancas (aquí también las hay doradas y negras) y sus aguas azules, turquesas, verdes, pero, fundamentalmente, cálidas.
En el Caribe sur costarricense, nos encontramos con una extensión de unos 12 kilómetros en los que se suceden cinco playas bien delimitadas: Puerto Viejo, Cocles, Chiquita, Punta Uva y Manzanillo.
La experiencia comienza en Puerto Viejo. Se trata de un pequeño pueblo con ciertos aires hippies y surfers (algo que se extiende a las otras playas), con una pequeña ruta de ingreso que continúa hasta Manzanillo. Si bien se percibe como un lugar tranquilo en esta época del año, permite adivinar el bullicio y la diversión de la temporada alta, que se concentra básicamente en el centro y unas dos o tres cuadras alrededor. Allí se ubican la mayor cantidad de comercios: tiendas, bares estilo playa para disfrutar de un 2×1 en happy hour o un clásico “refresco” de papaya o piña y locales de alquiler de bicicletas. Más allá se irán sucediendo algunos restaurantes y varios hoteles que, mayormente, se integran al paisaje y permiten experiencias únicas como despertar con el sonido de los monos aulladores que sorprenden con una voz demasiado grave para su pequeño cuerpo.
Volviendo al tema bicicletas, son en esta zona el medio de locomoción por excelencia. Es común (y práctico) alquilar una y lanzarse a la aventura de ir recorriendo esos 12 kilómetros en los que se distribuyen las playas y descubrir sus características propias. Es cierto que hay casi un denominador común en ellas: a todas, en mayor o menor medida, se accede a través de vegetación con verdes exultantes y senderos donde lo clásico es toparse con cangrejos. Estos crustáceos abundan en serio, tanto que es común por las noches verlos atravesando la ruta y detenerse encandilados por las luces del vehículo.
Otro denominador común en estas playas son las rocas, aunque no es complejo ni requiere grandes esfuerzos encontrar una zona liberada para disfrutar de las olas que, por cierto, tienen a los surfers entre sus grandes amantes. En Puerto Viejo y otras playas se pueden encontrar lugares de enseñanza y alquiler de tablas para iniciarse en este deporte.
Cahuita, oro verde.
A 15 kilómetros de Puerto Viejo, en dirección hacia el Norte, se encuentra Cahuita, que merece un párrafo aparte. Este Parque Nacional de 55 mil hectáreas de ambientes terrestres y marinos protegidos y 600 hectáreas de coral, es ideal para la práctica de snorkeling y buceo, muy populares cuando el agua está calma y hay buena visibilidad.
En este lugar protegido, la fauna y la flora abundan y es posible vivirlas de manera increíble a través de senderos y playas a los largo de 7 kilómetros de costa, en los que se ve y escucha de todo: monos, perezosos, cangrejos, insectos de todo tipo y más. Pero lo que más sorprende es hallar durante el recorrido pequeños piletones de donde emanan burbujas en forma permanente, testigos de la existencia de petróleo en la zona. Y digo sorprende, porque para alegría de todos después del hallazgo en 1910 y hasta el día de hoy, Costa Rica privilegió su riqueza natural y la conservación de la fauna y la flora por encima del preciado oro negro. Algo que enorgullece a los ticos que, verdaderamente, nos ofrecen una verdadera lección de ecología.